Finalmente.

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Me encontraba sentada en mi sofá —más bien, acurrucada con una manta y un bol de gofres con leche—, viendo un programa de televisión.

Patética era la única palabra que podía encontrar para describirme en ese momento. Debería estar pensando en que solo quedaba el día de mañana para el concurso de baile, en su lugar estaba comiendo como una tonta, viendo a dos tías decirse mierda entre ellas.

Cuando fui a apagar la televisión me enganché en un programa de chismes. No era cotilla ni nada parecido, pero cuando se trata de no estar aburrida me agarró de un hilo de seda.

Para resumir, en la entrevistadora hablaba con tres chicas y un chico sobre un video en las redes de la novia de un supermodelo.

Una se llenaba la boca para decir que la chica era fea, la otra la defendía y una cara muy familiar desde su postura de superioridad, decía que era un mamarracho.

Típico de Mía Queen, siempre hablando mierda. Era la típica riquilla con complejos de superioridad, para cumplir el cliché de chica mala le faltaba el cabello rubio.

El chico en lugar de hablar mierda, simplemente vio las cosas desde el punto más inteligente. Louise, si no me equivoco, era como se llamaba la chica, discutía con su madre y se le veía completamente destruida y su pareja se veía preocupado por ella mientras la sacaba de la escena.

Mientras seguían criticando la apariencia de la chica no pude evitar exasperarme. El mundo era una mierda. En la pantalla se exhibía una foto de ella y claramente se veía que aunque fueras el prototipo de una barbie, siempre encontrarían una razón para criticarte.

O sea, esa tía tenía el rostro más hermoso que había visto en mi vida y aún así la llamaban fea.

Y el Nobel va para Mía, que en su vida lograría verse así de bien con solo unos vaqueros y un abrigo.

Si mi mente no me falla, usaba más maquillaje que una Kardashian y aún así no lograba ocultar lo arpía que era.

Era una envidiosa de mierda. La conocí cuando tenía dieciséis, en París. Se puso a hablar sobre que mi bolso era falso porque ella no lo tenía. La razón era que el “bolsito” era una edición limitada de Channel y ella no lo pudo comprar.

Obviamente entre mi yo de dieciséis y de dieciocho hay muchas diferencias, la número uno es que no tengo ni una sola prenda cara en mi armario. Aunque uso el perfume de Dolce y Gabanna que me regaló mi abuelo en mi anterior cumpleaños.

Una vez terminada mi noche de chicas apagué la televisión y me fui a la cama. Las luces led se iluminaban la habitación con un suave azul.

Azul. Ojos azules.

Cerré los ojos fuertemente, negándole a mi mente el derecho de recordarme a Luka cada puto segundo de mi existencia. Apreté mis manos y solté un gemido de dolor cuando recordé mis nudillos.

No sé veían muy mal, pero dolían un poco. Suspiré y miré el techo.

¿Pero qué…?

Me puse en pie sobre la cama y miré la foto gigante pegada en mi techo. Éramos yo y Luka bailando en el parque. Yo sonreía mientras me hacía girar. Su rostro no se veía, pero yo no necesitaba verlo para saber que era él.

Sonreí sin poder evitarlo. Me puse de puntillas y toqué su cabeza en la foto. Después me miré a mi misma. Me veía feliz, muy muy feliz. Más de lo que me había visto nunca. Y el motivo era obvio.

Me dejé caer en la cama y solté una risita mientras miraba la foto. ¿En qué momento la había puesto?

Sin pensármelo dos veces cogí mi móvil y busqué su número. Escribí un simple “gracias” y toqué enviar. Mi sonrisa se atenuó cuando vi que no respondió después de media hora.

¿Cuánto vale un sueño?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora