—¿Qué quieres decir con que soy un mago? —preguntó el muchacho, acomodándose las lentes sobre su nariz enrojecida.
—¿Nunca te has preguntado por qué pasaban todas esas cosas raras a tu alrededor? —le respondió la anciana con una media sonrisa. —Es usted un mago, Atwood Predcher, y tendrá que recibir formación.
—No puedo creerlo, debe haber otra explicación. —Se miró a las manos, mostrando un leve temblor. Sentía una maraña de emociones en su interior con la que no era capaz de lidiar. —¿Puedo hablar con la señora Wallace?
—¿La dueña del orfanato? —preguntó la anciana, mirándole con sorpresa.
—Es para asegurarme de que no estás bromeando.
La anciana lo miró con gesto desaprobador, aunque Atwood no estaba seguro del motivo. Se trataba de una mujer intimidante, vestida con una extraña túnica de color verde con motivos elegantes, unas gafas finas como la bruma y un apretado moño que le estiraba las arrugas de las sienes. Sus labios formaban una línea apretada, Atwood no había visto a nadie capaz de hacer un gesto tan contrario a la sonrisa.
—Señor Predcher, lo primero que debe saber es que me tratará de usted de ahora en adelante. Muestre modales, por favor. —Alzó un delgado dedo, marcando el ritmo de su conversación. —Y lo segundo, no me gustan las bromas. De ningún tipo.
—Si, señora. —murmuró Atwood, intimidado.
—Nada de señora. —replicó, algo molesta. —Me llamará profesora, señor Predcher, profesora McGonagall.
—De acuerdo, profesora McGonagall. —Agachó la cabeza y volvió a acomodarse las gafas. —Pero me quedaría más tranquilo si pudiera hablar con la señora Wallace.
—Qué remedio...—suspiró, saliendo de la habitación.
Atwood se quedó solo en su cuarto durante unos minutos. Aprovechó para pellizcarse el moflete, asegurándose de que no estaba soñando o delirando. Caminó hasta la ventana y la abrió de par en par, dejando que el frío aire londinense se apropiara de su habitación y de sus pensamientos. Todo parecía indicar que realmente estaba ocurriendo, una bruja de un internado mágico se había presentado en su hogar y quería llevárselo porque él también era un mago. Buscó su reflejo en el vidrio de la ventana y un muchacho delgaducho con el pelo a lo tazón le devolvió la mirada. Se retiró las gafas, pero ni con la visión borrosa podía creerse que fuera un mago. Por supuesto, su vida no había sido normal y había vivido muchas cosas que podían calificarse como paranormales. Pero ser un mago implicaba voluntad, tener un bastón y disparar bolas de fuego por los ojos. Las películas que la señora Wallace les ponía en el orfanato los domingos no podían mentir, ¿no?
—Este niño es tan desconfiado...—La voz de la señora Wallace se escuchó por el pasillo.
—No se lo podemos reprochar. Algunos niños muggles abrazan la posibilidad de ser especiales, pero en ocasiones nos encontramos con este tipo de casos. —La profesora McGonagall hablaba de él casi como si se hubiera olvidado de que estaba al otro lado de la pared. Aunque quizá quería que Atwood escuchara sus palabras. Apareció en el umbral de la puerta, acompañada de la señora Wallace, que lo observaba con los brazos en jarras.
—Atwood, la señora McGonagall...
—Profesora. —corrigió ella.
—La...profesora McGonagall, me ha dicho que querías verme.
La señora Wallace tenía el apodo de la Dama de Negro en el orfanato. Era una mujer extremadamente anciana, algunos niños creían que estaba cerca de cumplir por lo menos los trescientos años. Se había ganado el mote por vestir siempre de negro y por su marcado acento escocés, que le daba un toque medieval a todas las regañinas que repartía a los niños desobedientes.

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Wizarding World: El Ataúd de Wiggen
Fiksi PenggemarAtwood, Jade y Andrew son tres jóvenes de primer año en Hogwarts que pronto se percatan de que no todo es estudiar en el mundo mágico. Sombras del pasado conspiran contra las fuerzas del bien y tratan de retornar para cumplir con sus malévolos plane...