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Amelia

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Amelia

La mano de Gianfranco tira nuevamente de mi cuando me adelanto para dejarlo atrás como a un sequito junto con nuestros cuatro guardaespaldas.

Me trago un insulto mordiéndome la punta de la lengua mientras le sonrío pacíficamente y mis pasos se vuelven más cortos.

Cuando llegué con mi padre de vuelta a la villa después de la fiesta, lo único que hice fue encerrarme en mi habitación y tomar un baño de casi dos horas mentalizándome y asimilando lo que acababa de vivir. Mis ganas de quemar y romper cada maldita parte de ese palacio crecieron el doble al enterarme que debía de darle un mugroso heredero en menos de un año. ¡Qué carajos!

No creo que sobreviva menos de un mes cerca a Gianfranco. Podría tratar de envenenarlo de casualidad sin que se dé cuenta, echarles la culpa a las cocineras y salirme con la mía.

Pero no quiero que muera tan tranquilo. Quiero que sufra, que pida piedad, que se retuerce entre mis manos y lo último que vea antes de irse al infierno sea mi rostro lleno de felicidad por cobrar venganza.

Le lanzo un vistazo cuando se detiene en medio de la calle frente a una tienda y mira desde afuera bajándose ligeramente los lentes de sol para dar a descubierto esos ojos que a la luz del día el color verde resalta más que el gris de anoche. Habíamos venido a nuestra primera maldita cita que su padre nos organizó.

Aún con los brazos cruzados mientras espero que termine de ver unas joyas por afuera de la tienda repaso su atuendo de traje que lo hace lucir aún más grande de lo que es. Esta vez opté por unas sandalias con tacón grande, pero aun así me saca una cabeza. ¿Por qué la gran mayoría de los hombres en el mundo de la mafia son demasiado altos y corpulentos?

Una de sus manos se alza y gira la cabeza para mirarme a tres metros alejada de él. Sus ojos se unen a los míos y con dos dedos me indica que me acerque.

Volteo los ojos por debajo de mis gafas oscuras y tuerzo una sonrisa mientras hago caso a su seña como si fuese un maldito perro. Bajo mis brazos que cuelgan a ambos lados de mi vestido corto y suelto veraniego.

—¿Sí?

—¿Te gusta?

Dejo de mirarlo para girar el rostro hacia la mampara de vidrio.

Ladeo la cabeza observando un collar de diamantes plateados y brillantes. En la parte baja descansa uno amarillo en forma de rombo, es más grande que las otras piedras pequeñas alrededor. En ese mismo cuello de maniquí, a los dos lados hay unos pendientes que descansan cobre un cofre de cuero azul que son el mismo color de las joyas.

—Algo, es lindo.

Escucho una risa burlona de su lado.

—¿Lindo? No puedes decir que una joya de casi 10 millones de dólares es solo "Lindo".

Divina TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora