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Contemplé el interior del saquito que me había enviado el nigromante mientras mi doncella abandonaba momentáneamente mis aposentos para cumplir con mi orden

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Contemplé el interior del saquito que me había enviado el nigromante mientras mi doncella abandonaba momentáneamente mis aposentos para cumplir con mi orden. El estómago se me revolvió al pensar en la función que tenían aquella mezcla de hierbas que contenía, en lo que significaba que fuera el propio Perseo quien me las hubiera hecho llegar sin tan siquiera una nota de por medio.

Algo parecido al remordimiento empezó a agitarse en mi pecho, recordando la noche anterior. Casi pude volver a saborear mi mentira al asegurarle al nigromante que le había perdonado. Casi pude volver a sentir esa enfermiza oleada de poder al descubrir lo sencillo que le había resultado a Perseo hacerme lo mismo, dejando que lo que sentía por él me hiciera tan débil y ciega a la verdad.

Luego pude ver dentro de mi mente, con absoluta claridad, la expresión del nigromante cuando le pedí que se marchara, usando aquella excusa tan patética. Mi mente —y mis sentimientos— oscilaba como un péndulo entre el horror y la retorcida satisfacción de estar devolviéndole a Perseo parte del daño que me había hecho al engañarme sobre su compromiso.

Mi rencor no desaparecería y yo no podría pasar página hasta que supiera que el nigromante había sufrido lo mismo que me hizo sufrir a mí con sus mentiras... O eso me forzaba a pensar para justificar esa retorcida idea que no dejaba de dar vueltas dentro de mi cabeza.

Mi cuerpo sufrió un sobresalto cuando escuché que golpeaban la puerta principal. El saquito de hierbas de Perseo tembló entre mis manos, amenazando con caérseme; me quedé inmóvil sobre el diván, pero el sonido volvió a repetirse, quizá con más urgencia que la primera vez. ¿Sería el nigromante? ¿Habría acudido hasta allí, a plena luz del día, para exigir explicaciones? ¿O quizá habría venido hasta mis aposentos para darme una pista sobre qué significaba su inesperado obsequio sin firma?

Dejé la bolsita encima de la mesa baja y me incorporé para abrir. Se me escapó un sonido estrangulado cuando descubrí a un nervioso Octavio aguardando en el pasillo, pasándose una mano por su cabello, desordenándolo; sus ojos verdes no mostraban su familiar brillo, el que había empezado a apreciar tanto... y que lo diferenciaba tanto de su padre.

—¿Octavio? —no pude ocultar mi sorpresa al descubrir al príncipe heredero con aquella actitud inquieta.

Fruncí el ceño al no descubrir a Irshak a su sombra, como era habitual. Al escuchar cómo pronunciaba su nombre, Octavio reaccionó: su mirada se clavó en la mía con una intensidad inusual en él. Por unos segundos, no supe qué añadir.

—Jedham, tenemos que hablar —al ser consciente de cómo había hablado, de ese tono tan... impropio entre nosotros, pues estaba empleando el timbre que utilizaba como príncipe heredero. El que acompañaba a su máscara—. Por favor —intentó suavizar la situación.

Todavía intentando asimilar su presencia y su extraña actitud, me aparté para que Octavio entrara al dormitorio. Estudié su expresión corporal, la tensión que parecía estar instalada en sus hombros; la incertidumbre de la situación me obligó a ponerme en movimiento como si un nigromante estuviera controlando mi propio cuerpo.

LA NIGROMANTE | EL IMPERIO ❈ 2 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora