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Contemplé con una mezcla de asombro y anhelo el colgante que mamá sostenía entre sus dedos con cuidado, como si se tratara de una pieza de incalculable valor

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Contemplé con una mezcla de asombro y anhelo el colgante que mamá sostenía entre sus dedos con cuidado, como si se tratara de una pieza de incalculable valor. La piedra roja que se balanceaba del extremo de la cadena parecía resplandecer con vida propia a la luz de las velas que teníamos por todo nuestro salón; el rostro de mamá estaba expectante y no parecía encajar con el brillo de profunda tristeza que se adivinaba en sus ojos azules.

—¿Te gusta? —me preguntó con un leve titubeo.

Por supuesto que me gustaba: era la joya más bonita que había visto en mi vida. Sin embargo, era consciente de su —posiblemente— incalculable valor: cuando acompañaba a mamá al mercado y nos acercábamos a la zona que lindaba con la parte más rica de la ciudad, podía contemplar a mujeres exuberantes paseando por allí con vestidos de colores vistosos y relucientes joyas que lanzaban relucientes rayos dorados a la luz del sol, siempre seguidas de cerca por esclavos que eran los que se encargaban de discutir los precios o de cargar con el peso de todo lo que decidían adquirir; incluso cuidar de los niños que decidían acompañarlos hasta aquella zona de la ciudad. Las mujeres que vestían de ese modo eran distintas a nosotras, y vivían en zonas mucho más bonitas que la nuestra.

Y el colgante que sostenía mamá era como el que había visto llevando a aquellas perilustres: elegante. Reluciente. Caro.

Un objeto que no se encontraba en nuestras posibilidades pero que, de algún modo, mi madre había conseguido.

—Es... es muy bonito —reconocí a media voz.

Los labios de mamá se estiraron hasta formar una sonrisa llena de afecto... y cierto alivio. Acercó sus manos hacia mí y me indicó con un gesto de cabeza que tocara el colgante; titubeé unos segundos antes de atreverme a rozar la piedra carmesí. El estómago me dio un violento vuelco cuando entramos en contacto, produciéndome náuseas, y yo retrocedí automáticamente, lanzando una mirada asustada a mi madre por lo que acababa de sucederme. La sonrisa de mi madre pareció flaquear y sus ojos me contemplaron con silenciosa comprensión.

—Tranquila, Jedham —me susurró—. No hay nada de lo que temer.

Quise decir que no estaba asustada, pero mamá siempre parecía saber si estaba mintiendo o no... Mi madre parecía saberlo todo de mí. Bajé la mirada, avergonzada de mi propio —y absurdo— temor; me humedecí el labio inferior, asegurándome a mí misma de que no había motivo alguno para tener miedo, que mi reacción había sido a causa de los nervios que me embargaban.

Cuando estuve preparada, alcé la mirada de nuevo y le devolví la mirada a mamá.

—No tengo miedo —dije.

Los labios de mamá temblaron, sin llegar a mostrar la sonrisa que sabía que estaba reprimiendo. Algo dentro de mi interior se agitó al mirar otra vez la piedra de color carmesí, una advertencia silenciosa, pero me obligué a tragarme ese sentimiento: no tenía miedo.

LA NIGROMANTE | EL IMPERIO ❈ 2 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora