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El silencio se impuso en la sala del trono después de mi dolorido quejido al contemplar a la extraña mujer que se había cruzado conmigo en el enorme vestíbulo de la villa de la gens Horatia

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El silencio se impuso en la sala del trono después de mi dolorido quejido al contemplar a la extraña mujer que se había cruzado conmigo en el enorme vestíbulo de la villa de la gens Horatia. Mis sienes punzaban mientras mi mente sacaba a flote viejos recuerdos que se habían mantenido sepultados en lo más hondo de mi psique, momentos que ayudaban a encajar el demoledor descubrimiento que había hecho Perseo frente al Emperador, afirmando que pertenecía a una gens prácticamente erradicada...

Y había estado en lo cierto.

Las manos se me movieron de forma automática, buscando el preciado regalo que mi madre me había hecho tanto tiempo atrás. La damarita estaba caliente contra mi piel, produciéndome un escalofrío, haciendo que el hueco de mi interior se hiciera más evidente; recordándome lo que había perdido.

Aquella chispa que mi madre había apagado para protegerme.

Miré a la mujer que se alzaba a poca distancia de mí, envuelta en aquella prenda oscura que escondía las horribles cicatrices que yo había intuido aquella noche en la propiedad de Ptolomeo; los grilletes fabricados de aquel mismo material que llevaba al cuello, que retenían su poder... Su verdadera naturaleza.

Porque mi madre había resultado ser una nigromante y nunca había estado muerta, tal y como había creído cuando se desvaneció de la faz de la tierra. Haciendo que todas las pistas sobre lo sucedido apuntaran a Roma.

Las manos me temblaron cuando pensé lo cerca que había estado en hacer cumplir mi venganza. Lo cerca que había estado de poner ese veneno en su copa, ansiando ver cómo la vaciaba en su boca y la tóxica sustancia se extendía por su cuerpo, llevándose a la mujer consigo.

No entendía nada.

—¿Mamá? —repetí, sonando como una niña pequeña.

Esa parte de mí que tanto la había anhelado resurgió de sus cenizas, deseando ver cómo sus ojos azules se desviaban en mi dirección, reconociéndome. Pronunciando mi nombre después de aquellos años que habían transcurrido y en los que me había movido por un motivo equivocado.

Aquella mujer, Galene Furia, no me miró en ningún momento. Ni siquiera pareció reparar en mi presencia, allí arrodillada en el lujoso suelo de mármol mientras el Emperador no apartaba sus inquisitivos ojos verdes de la recién llegada, quien con evidente esfuerzo logró doblarse en una reverencia, a la espera de saber para qué había sido requerida en su presencia.

—Afirmaste ser la única heredera de tu gens —dijo el Emperador, yendo directamente a lo que le interesaba: conocer si la información que había dado Perseo sobre mis raíces era cierta... o no—. Afirmaste ser la última de la gens Furia.

La cuidada máscara servicial e indiferente pareció resquebrajarse unos rápidos segundos en la mujer, en especial cuando descubrí su mano temblando ligeramente. También intuí rigidez en su cuello, como si mi madre estuviera haciendo un gran esfuerzo para no girarlo en mi dirección, demostrándome que era consciente de que estaba allí, a unos metros de distancia... y que sospechaba los motivos que me habían conducido a estar arrodillada frente al propio Emperador.

LA NIGROMANTE | EL IMPERIO ❈ 2 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora