Capítulo 1: "Partido de balón prisionero con unos caníbales."

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El día empezó de un modo normal, o por lo menos tan normal como puede serlo en la Escuela Preparatoria Meriwether. 

Ya sabes, esa escuela «progresista» del centro de Manhattan, lo que significa que nos sentamos en grandes pufs, no en pupitres, que no nos ponen notas y que los profesores llevan tejanos y camisetas de rock, lo cual me parece genial. Yo padezco TDAH, y además soy disléxica, como la mayoría de los mestizos. Por eso nunca me ha ido demasiado bien en los colegios normales, incluso antes de que acabara expulsada. 

Lo único que Meriwether tenía de malo era que los profesores siempre se concentraban en el lado más brillante y positivo de las cosas. Mientras que los alumnos… bueno, no siempre resultaban tan brillantes. Pongamos por caso la primera clase de aquel día, la de Inglés. Todo el colegio había leído ese libro titulado “El señor de las moscas”, en el que un grupo de chicos quedan atrapados en una isla y asesinan a alguien, etcétera. 

Así pues, como examen final, los profesores nos enviaron al patio de recreo y nos tuvieron allí una hora sin la supervisión de ningún adulto para ver qué pasaba. Y lo que pasó fue que se armó un concurso de puñetazos entre los alumnos de séptimo y octavo curso, además de dos peleas a pedradas y un partido de baloncesto con placajes de rugby. El matón del colegio, Matt Sloan, dirigió la mayor parte de las actividades bélicas. 

Sloan no era grandullón ni muy fuerte, pero actuaba como si lo fuera. Tenía ojos de perro rabioso y un pelo oscuro y desordenado; siempre llevaba ropa cara, aunque muy descuidada, como si quisiera demostrar a todo el mundo que el dinero de su familia le traía sin cuidado. Tenía mellado uno de sus incisivos desde el día que condujo sin permiso el Porsche de su padre para dar una vuelta y chocó con una señal de «ATENCIÓN: NIÑOS — REDUZCA LA VELOCIDAD». 

El caso es que Sloan estaba repartiendo golpes a diestro y siniestro cuando cometió el error de intentar darle una a mi amigo Tyson. Tyson era el único chico que no solía tener techo de la Escuela Preparatoria Meriwether. En esos momentos vivía con mi madre y conmigo. Algunos niños cuelan animales callejeros en sus casas y les piden a sus padres adoptarlos, pero yo directamente llevé a un vagabundo. Tyson no era mala persona, me hacía sentir cómoda, así que decidí quedarme con él. Fue como adoptar un hermanito. 

Por lo que mi madre y yo habíamos deducido, sus padres lo habían abandonado cuando era muy pequeño, seguramente por ser… tan diferente. Medía uno noventa y tenía la complexión del Abominable Hombre de las Nieves, pero lloraba continuamente y casi todo le daba miedo, incluso su propio reflejo. Tenía la cara como deformada y con un aspecto brutal. No sabría decir de qué color eran sus ojos, porque los ocultaba debajo de una lona de lana verde que le regalé cuando nos conocimos. Lo recordaba temblando de frío en aquel callejón. Tenía dientes torcidos. 

Aunque su voz era grave, hablaba de un modo más bien raro, como un chico mucho más pequeño, supongo que porque nunca había ido al colegio antes de entrar en el Meriwether. Llevaba unos tejanos, unas zapatillas del número 50 y una camisa a cuadros escoceses. Antes olía como huelen los callejones de Nueva York, porque vivía en uno de ellos, junto a la calle Setenta y dos, en la caja de cartón de un frigorífico. Pero desde que vivía con nosotros, él olía a dulces, como mi madre. 

Nos conocimos porque la Escuela Meriwether lo había adoptado a resultas de un proyecto de servicios comunitarios para que los alumnos pudieran sentirse satisfechos de sí mismos. Por desgracia, la mayoría no soportaba a Tyson. En cuanto descubren que era un blandengue, un blandengue enorme, pese a su fuerza descomunal y su mirada espeluznante, se divertían metiéndose con él. 

No supe qué hacer mi primer día ahí más que conversar con él. Ya que Tyson estaba tan solo como yo. Era incomprendido, despreciado y criticado, yo sabía qué se sentía eso, por eso decidí compartir mis momentos en ese lugar con él. Yo era prácticamente su única amiga, lo cual significaba que él era mi único amigo. Pero mi felicidad titubeó cuando supe que él vivía en la calle, fue entonces cuando lo llevé a mi hogar. Entonces mejoró todo lo bueno. 

Andy Jackson y El Mar de Los MonstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora