Capítulo 18: "La carrera de carros termina con fuegos artificiales."

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Gracias a la capacidad especial de los centauros para viajar, llegamos a Long Island poco después de que lo hiciera Clarisse. Cabalgué junto con Nico a lomos de Quirón, pero no hablamos mucho durante el trayecto, y menos aún de Cronos.

Tenía que haber sido difícil para Quirón hablarme de él y no quería agobiarlo con más preguntas. Así que permanecí el trayecto hablando con Nico sobre la misión y lo que haríamos ahora.

O sea, antes ya me había tropezado con otros casos de parientes embarazosos. Pero… ¿te lo imaginas? ¿Cronos, el malvado señor de los titanes, el que pretendía destruir la civilización occidental? En fin, no era la clase de padre que invitarías al colegio el día de fin de curso. Yo también construiría un muro alrededor de ese tema de conversación, pero es difícil destruir un muro que tú mismo construiste.

Cuando llegamos al campamento, los centauros tenían muchas ganas de conocer a Dioniso. Le habían dicho que organizaba unas fiestas increíbles. Pero se llevaron una decepción, el dios del vino no estaba para fiestas precisamente cuando todo el campamento se reunió en lo alto de la Colina Mestizo.

En el campamento habían pasado dos semanas muy duras. La cabaña de artes y oficios había quedado carbonizada hasta los cimientos a causa de un ataque de Draco Aionius (que, por lo que pude averiguar, era el nombre latino de un lagarto—enorme—que—escupe—fuego—y—lo—destruye—todo).

Las habitaciones de la Casa Grande estaban a rebosar de heridos; los chicos de la Cabaña de Apolo, que eran los mejores enfermeros, habían tenido que hacer horas extras para darles los primeros auxilios.

Todos los que se agolpaban ahora en torno al árbol de Jason parecían agotados y hechos polvo. En cuanto Clarisse cubrió la rama más baja del pino con el Vellocino de Oro, la luna pareció iluminarse y pasar del color gris a plateado.

Una brisa fresca susurró entre las ramas y empezó a agitar la hierba de la colina y de todo el valle, todo pareció adquirir más relieve: el brillo de las luciérnagas en los bosques, el olor de los campos de fresas, el rumor de las olas en la playa. Poco a poco, las agujas del pino empezaron a pasar del marrón al verde.

Todo el mundo estalló en vítores. La transformación se producía despacio, pero no había ninguna duda: la magia del Vellocino de Oro se estaba infiltrando en el árbol, lo llenaba de nuevo vigor y expulsaba el veneno.

Me permití relajarme y sonreír. Leo me abrazó por sobre los hombros. Entonces vi que los chicos tenían la misma expresión de alivio y dicha. Eso era todo lo que queríamos. Ya no más artimañas, rehenes, u ovejas carnívoras, al menos no por el momento.

Quirón ordenó que se establecieran turnos de guardia las veinticuatro horas del día en la cima de la colina, al menos hasta que encontráramos al monstruo idóneo para proteger el vellocino. Dijo que iba a poner de inmediato un anuncio en El Olimpo Semanal.

Entretanto, los compañeros de cabaña de Clarisse la llevaron a hombros hasta el anfiteatro, donde recibió una corona de laurel y otros muchos honores en torno a la hoguera.

A los chicos y a mí no nos hacían ni caso. Era como si nunca hubiésemos salido del campamento. Supongo que ése era su mejor modo de darnos las gracias, porque si hubieran admitido que nos habíamos escabullido del campamento para emprender la búsqueda, se habrían visto obligados a expulsarnos.

Y la verdad, yo ya no quería más protagonismo, resultaba agradable ser un campista más, al menos por una vez.

Luego de darme un baño y acariciar con la punta de mis dedos mis heridas, — las cuales sanaban gracias a mi contacto con el agua —, sentí como si hubiese nacido nuevamente. Me cambié de ropa, me puse mi remera del campamento, unas bermudas rojas y guardé a Contracorriente en el bolsillo de mis tejanos.

Andy Jackson y El Mar de Los MonstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora