Capitulo IV

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El resto de la tarde transcurrió en relativa tranquilidad. Después del almuerzo, Erin se sumergió en un mundo de alegría y risas gracias a la pequeña Lizzie, quien se convirtió en el epicentro de su atención. Juntas, se dirigieron al patio, donde la diversión consistió en perseguir a los perros. En más de una ocasión, Erin terminó en el suelo con los caninos encima de ella, quienes la colmaron de lamidas y ladridos amistosos.

Durante todo ese tiempo, la mente de Erin logró liberarse de las preocupaciones que la seguían atormentando. No hubo espacio para pensar en su padre, su madre o su hermano; estaba completamente inmersa en la diversión, en la alegría del momento. La tarde se deslizó entre risas, carreras y la cálida compañía.

Fue solo cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte que la Hermana Claudine hizo acto de presencia, interrumpiendo la diversión, diciéndole a Erin y a Lizzie que era hora de cenar. En el interior, mientras compartían la mesa, la pequeña no dejo de hablar sobre lo emocionante que había sido pasar tiempo con Erin. Tanto la joven como la religiosa escucharon atentamente las palabras de la pequeña, acompañadas de una sonrisa que reflejaba la felicidad compartida en ese momento.

Ahora, la joven se encontraba recostada en su nueva habitación, rodeada por la penumbra que solo era interrumpida por la luz titilante de una vela en la mesita de noche. Su mirada vagaba por el techo frente a ella, perdida en pensamientos que se deslizaban como sombras en la oscuridad. Afuera, la noche se desplegaba con su manto estrellado, mientras los sonidos de la naturaleza nocturna llenaban el aire. El ulular distante de los búhos se mezclaba armoniosamente con el canto rítmico de los grillos, creando una sinfonía tranquila que abrazaba la quietud de la noche.

En medio de ese concierto natural, Erin cerró los ojos por un momento, permitiendo que los sonidos y la serenidad del entorno la abrazaran por completo. Era como si en ese momento, en esa habitación, encontrará el lugar que tanto había anhelado desde pequeña, un espacio donde la tranquilidad no le parecía agobiante.

De repente, un suave golpeteo resonó en la puerta de la habitación, interrumpiendo la atmósfera tranquila que la envolvía. La voz dulce de Lizzie se filtró a través de la madera, preguntando tímidamente si podía entrar. Erin, sentándose apropiadamente en la cama, respondió afirmativamente. La puerta se abrió lentamente y Lizzie apareció en el umbral, con su camisola puesta y abrazando una muñeca con cariño.

—¿Puedo estar contigo un rato? —preguntó Lizzie. Erin asintió con la cabeza.

Con rapidez, la pequeña se subió a la cama de Erin, sentándose al lado de esta.

—¿Vas a dormir con la misma ropa? —preguntó Lizzie. La joven desvió sus ojos hacia su atuendo para luego regresar su mirada a la pequeña

«Es verdad» Se dijo a sí misma la joven «No se me ocurrió empacar algún pijama, solo metí lo primero que encontré»

—Creo que sí—respondió Erin, sintiéndose un poco avergonzada. La pequeña soltó una risita.

—Definitivamente tenemos que ir con la señora Collins—dijo la niña—. Podrías pedirle que te haga un pijama como el mío, así podríamos ser iguales...bueno, casi iguales.

Justo en ese momento, la Hermana Claudine entró en la habitación, sosteniendo unas mantas en sus manos.

—Creí haberte dejado en tu cuarto, Lizzie—comentó la religiosa con una mirada juguetona—. ¿Por qué estás aquí?

—No tengo sueño—respondió la pequeña—. Y quiero hablar con Erin un poco más.

Claudine rodó los ojos, claramente acostumbrada a la actitud de su sobrina. Luego, volvió su atención hacia la joven.

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