Capitulo VII

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Continuaron su camino en silencio por un par de minutos más, hasta que llegaron a una pequeña casa rústica rodeada por un exuberante jardín de flores de todos los colores y tamaños. En el porche, descansaba un hombre mayor en una silla mecedora, vestido con pantalones sencillos y un chaleco de domingo. Tenía el cabello completamente blanco al igual que el pequeño bigote que tenía sobre sus labios. Unas gafas de pasta delgada reposaban en el puente de su nariz. Sus ojos estaban cerrados, como si estuviera disfrutando plenamente del día. Lizzie y la Hermana Claudine se acercaron al hombre mientras que Erin decidió quedarse detrás de la religiosa, observando.

—Ah, parece que mi momento ha llegado—habló el hombre, aun con los ojos cerrados—. Al fin, los ángeles han venido por mí.

Lizzie soltó una risa burbujeante ante lo dicho por el hombre.

—Todavía es muy pronto para eso, ¿no cree, señor Collins? —comentó la Hermana Claudine.

El hombre se unió a la risa alegre de la pequeña, finalmente abriendo sus ojos, revelando un par de iris de un verde oscuro que parecían contener un universo propio.

—Buenos días, Hermana Claudine, Lizzie—saludo el señor Collins con una amabilidad genuina. El hombre inclinó un poco la cabeza, logrando visualizar a Erin—. Y ella debe ser la señorita Erin.

La monja se apartó para permitir que el viejo hombre observara mejor a la joven. Erin, con una sonrisa tímida, dio un paso hacia adelante e hizo una pequeña reverencia.

—Mucho gusto—dijo la joven.

El señor Collins se levantó de su silla, revelando su impresionante estatura, lo que sobresaltó un poco a Erin. Con su altura imponente, parecía que en cualquier momento su cabeza chocaría con el techo. Erin no pudo evitar compararlo mentalmente con el personaje de Jack Skellington de la película de Tim Burton, aunque en vez de una calavera sonriente, era un simple humano con piel arrugada.

—Johann Collins para servirle—dijo el señor Collins extendió su mano hacia Erin. Esta correspondió el saludo, percibiendo que las manos del hombre poseían pequeños callos.

En ese momento, la señora Collins salió de la casa, vistiendo ahora un simple vestido negro con un delantal blanco encima.

—Llegaron a tiempo, las galletas ya están listas—dijo la mujer con alegría.

Lizzie, emocionada, soltó un grito de felicidad y entró corriendo a la casa sin siquiera pedir permiso, dejando una estela de entusiasmo a su paso. Erin vio divertida la reacción de la niña mientras que la religiosa había negado con la cabeza, disculpándose con la señora Collins por la forma de actuar de la pequeña. La señora Collins solo rió, diciéndole que no se preocupara. Erin y la Hermana Claudine ingresaron hacia el interior de la acogedora casa, siendo seguidas por la vieja mujer. El señor Collins se quedó afuera, volviéndose a sentar en su mecedora.

Dentro, el ambiente era exactamente lo que se esperaría de una casa de abuelitos. Los muebles eran modestos, todos de una tonalidad marrón. Las cortinas parecían estar hechas a crochet, con grandes patrones florales. Dos sofás pequeños de color crema llamaban la atención, adornados con varios cojines con fundas coloridas. En el centro de la sala, una mesita redonda de vidrio sostenía una delicada figura de porcelana de una bailarina, añadiendo un toque de elegancia. Un poco más allá, en el fondo, un piano ocupaba gran parte del rincón, mientras que en las paredes cercanas se encontraban tres guitarras cuidadosamente colocadas en soportes.

— Iré por las galletas —dijo la señora Collins—. Siéntense donde gusten.

Lizzie se sentó rápidamente en uno de los sofás, esperando por las galletas. Erin tomó asiento a su lado, acomodándose en el suave sofá. La Hermana Claudine se sentó en el otro sofá, con la espalda recta y las manos reposando en sus piernas.

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