XXV: Welcome to Springdale

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A la mañana siguiente, Erin se estaba arreglando en el baño, lavándose la cara y acomodando su cabello mientras que la Hermana Claudine estaba ayudando a Lizzie a vestirse en la habitación de la niña. Todas se habían despertado temprano, ya que la religiosa había comentado que el señor Ward no tardaría en llegar a recogerlas y no quiere hacer esperar al hombre.

«¿Cómo será ese pueblo?» se preguntó la joven, mientras se amarraba el cabello en una coleta baja. Rápidamente soltó una pequeña risa «Espero que no tenga más brujas»

Unos golpecitos suaves sonaron en la puerta, seguidos por la voz de Lizzie pidiendo entrar al baño. Erin rápidamente abrió y salió, dejando paso a la niña, que entró de prisa. La joven se dirigió a su cuarto y cerró la puerta tras de sí. Como aún tenía tiempo, decidió ordenar un poco su habitación. Movió las cajas a un rincón, apilándolas cuidadosamente. El diario de Roger, junto con los cuadernos y el libro sobre brujas, los guardó en el armario, escondiéndolos debajo de su mochila.

Erin se quedó un momento pensando si hacía bien en ocultarle esto a la Hermana Claudine. Una parte de ella quería contarle a la religiosa lo que estaba pasando y asi tener mas ayuda, pero otra parte le decía que no lo hiciera, pues temía que la consideraran loca. Se sentó en su cama y sacó el collar que llevaba bajo su camiseta, jugando con el colgante de la estrella de David. Erin arqueo una ceja. «Se supone que me debes dar buena suerte y protección» la joven sonrió con ironía «Quizás esta descompuesto»

La joven soltó un suspiro y tomó en sus manos a su conejo.

—Estaré fuera por unas horas—le dijo la joven al animal, llevándolo a la altura de su rostro—. Compórtate y no trates de salir de aquí, sino serás el almuerzo de Hansel y Gretel.

Buttercup movió su nariz y ladea un poco su cabeza, haciendo sonreír a la joven.

—Eres muy tierno, Buttercup—dijo, dejando al conejo sobre sus rodillas.

Erin escuchó golpes en la puerta principal, seguidos por los ladridos de los perros. Se acercó a la ventana con su conejo en brazos y miró a través de las cortinas. Vio al señor Ward, vestido con una elegante camisa blanca con tirantes y pantalones negros, con una mano en su bolsillo y moviendo el pie inquietamente. Erin frunció el ceño y murmuró para sí misma que hoy sería un día largo. Se alejó de la ventana, dejando al conejo en su cama, y tomó la jaula de su mascota. Colocó cuidadosamente al conejo dentro, despidiéndose de él con una caricia antes de cerrar la jaula y dejarla en el suelo, cerca de la ventana.

Dando un último vistazo a su cuarto y a su mascota, cerró la puerta tras de sí. En el pasillo, se encontró con Lizzie, quien cerraba la puerta de su habitación con cuidado. Al verla, la niña se acercó y le tomó la mano.

—¡Nos divertiremos mucho! —exclamó Lizzie con entusiasmo—. Aun si ese monstruo feo está con nosotras.

Erin asintió, y ambas se dirigieron hacia las escaleras. Al llegar allí, Erin se quedó sorprendida por la escena que se desarrollaba en el primer piso. El señor Ward estaba arrinconando a la Hermana Claudine contra la pared, con una mano apoyada en la misma mientras la otra seguía en su bolsillo. La Hermana Claudine no parecía estar intimidada; en cambio, tenía los brazos cruzados y una sonrisa burlona en su rostro.

Erin se sintió confundida, decepcionada e incómoda, todo al mismo tiempo. Un tic se hizo presente en su ojo y una sonrisa forzada se dibujó en su rostro.

«¿Por qué los dos deben ser tan raros?»

Lizzie soltó la mano de Erin y corrió por las escaleras, interponiéndose en la escena entre el señor Ward y la Hermana Claudine, lo que llevó a que el hombre se apartara, haciendo una mueca de molestia. La religiosa acarició el cabello dorado de la pequeña y luego levantó la vista, cruzando su mirada con la de Erin.

Almas CondenadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora