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Un silbido en la oscuridad

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Un silbido en la oscuridad

«Si alguna vez estás solo y escuchas un silbido, debes correr».

—Dicho famoso entre gente con sentido común en todas partes. Sin embargo, esta historia sucede en...


Blue Ridge, Georgia, EUA, hace veinte años.

Dulces como para entretenerse un par de horas y chucherías de la tienda de a dólar; eso es todo lo que un niño necesita para saber que el día será maravilloso, y Ciaran contaba con ambos. La señora Stevens le regaló a la clase dulce por motivo de la Noche de Brujas, a pesar de que la fecha caía durante el fin de semana. Puso en sus manos unas calaveritas de azúcar, bombones de pacana, almendras jordanas y un chocolate, todo apretujado en una calabaza de plástico. No fue lo que se dice la ofrenda más deliciosa. El chocolate era de tercera, pero al menos, los bombones cumplieron con su función. Uno tras otro, garantizaron que las horas en el aula pasaran volando.

Un par de horas de detención, apropiadamente bautizadas como «tutoriales obligatorios» y la deuda de Ciaran con la sociedad quedó saldada. Estaba ansioso por meterse en problemas en un lugar que ofreciera algo más que cuatro paredes.

El sol apenas comenzaba a caer, aunque, en un pueblo como Grafton, especialmente en otoño, era difícil determinar el momento exacto en que la luz desaparecía en el horizonte. La cadena de montañas al norte de la población bañaba el valle en una neblina azulada que comenzaba a aparecer justo después del mediodía y no se retiraba hasta la llegada de un nuevo amanecer.

Ciaran desconocía por qué las montañas a su espalda y la bruma que envolvía sus tobillos destellaban azul. En la escuela se encargarían de aleccionarlo sobre el asunto: los bosques, considerados reservas forestales, tienen una densidad considerable y los árboles liberan suficiente isopreno como para alterar la atmósfera.

Pero, para un niño que acababa de cumplir ocho años, ciertas cosas solo podían considerarse mágicas.

Se podía decir que el día contaba con circunstancias perfectas. Mientras que en otros lugares temperaturas casi invernales comenzaban a azotar desde finales de octubre, en Grafton la brisa era fría, pero gentil.

Ciaran pensó en pasar por Lena. Se habían visto en la escuela esa mañana y la niña parecía algo distraída. La razón era conocida por todos. El padre de Lena consiguió un trabajo en Maryland. No era lo que se decía un empleo grandioso, pero la remuneración fue lo suficientemente sustancial para hacerle considerar abandonar el pueblo fronterizo entre Georgia y Tennessee. La madre de Ciaran, quien era tanto peluquera como poeta frustrada, le dijo a su hijo que el destino de los camioneros era rodar, y eventualmente, los Harrington iban a tener que marcharse. Eran aves de paso.

Aves de paso en un pueblo como Grafton pueden considerarse tres generaciones o menos viviendo en ese suelo. En el diminuto pueblo montañoso de un puñado sobre los mil habitantes, al menos cuatro familias, entre las cuales se encontraban los Sutherland, podían decir que llegaron a las inmediaciones justo después de que la batalla de Culloden disolviera la rebelión escocesa de 1746.

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