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Un toque a la puerta

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Un toque a la puerta

—¿No vas a dirigirme la palabra, Lele? —Eran casi las seis de la mañana cuando Zuri y Lena subieron al subterráneo, camino a casa—. Por primera vez en lo que se siente como un milenio,  tendremos una semblanza de fin de semana libre. Me avisas si todavía está en pie ir al cine o si no me piensas perdonar sugerir un verano fuera de New York.

—Nada que ver. —La voz de Lena presentaba su usual timbre agradable y algo musical, pero su ceño continuaba apesadumbrado—. Me tomaste por sorpresa, es todo. Salí de Georgia siendo apenas una cría. Cuando mi padre murió, lo enterramos en Maryland. Mamá se negó a regresar, y la decisión fue tomada. No consideré cuestionarme volver, mucho menos en medio de una noche ajetreada.    

—Lo lamento. Sé que odias las sorpresas. Solo creí que la idea de volver a casa te iba a hacer el día. Olvidé que ustedes, gringos del demonio, no tienen raíces.   

—Perdona que no me arrope en los tres colores de mi bandera, pero no todos tuvimos una niñez copada de buenos recuerdos. Eso no quita que lo vaya a pensar.

Zuri se echó la mochila al hombro sin decir más. Si algo aprendió en su extensa comparativa es que tanto para sureños como para isleños, «considerar» es una manera amable de destruir expectativas.

Tras turnarse para una ducha rápida, ambas se retiraron a sus habitaciones. En cuestión de minutos, Zuri cayó en el más profundo sueño.

Toc, toc.

Los toques a la puerta fueron cortos, pero lo suficientemente fuertes como para hacer que Zuri se removiera los audífonos.

—Lele, sabes cómo me pongo si no duermo al menos cuatro horas. Si esto no es para un sí rotundo, no sé qué decirte.

Se levantó bajo protesta y arrastró los pies hasta la puerta. Al tocar el pomo lo sintió demasiado frío. Lena estaba parada frente al marco, como quien espera ser invitada a entrar. Zuri sacudió la cabeza y se hizo a un lado. Debían ser las siete y media de la mañana. No había forma de cerciorarse, las ventanas del apartamento estaban completamente cerradas y al mirar su reloj, notó que no podía distinguir la hora. No fue hasta entonces que se percató que Lena respiraba con dificultad, y se veía pálida en extremo, al borde de un ataque de pánico.

  —¿Estás bien? 

Su compañera de piso pareció ignorarla, pasando junto a ella sin pronunciar palabra, solo para sentarse en la cama, con las piernas cruzadas y la vista fija en la pared.  Por asuntos de política de hospital y por comodidad en la calle, Lena solía tener una colección de zapatillas deportivas, pero esta vez llevaba unas botas de lluvia gruesas que mostraban salpicaduras de lodo, el cual esparció sobre las sábanas de la manera más desconsiderada. Zuri reaccionó tan enfurecida como preocupada. Lena parecía sorda a sus preguntas.

La tomó de los hombros para voltearla para descubrir que su cabeza no podía sostenerse. Entre sus labios se asomaba una lengua cubierta de palpitantes venas verdosas. Con cada movimiento espasmódico de su cuello, la dentadura comenzó a zafarse de sus encías en perfecta sincronía. Los dientes no tocaban el suelo, al caer se transformaban en polillas nocturnas, las cuales abrían sus alas mojadas en sangre antes de elevarse hacia la luz azulada que se colaba entre las grietas del techo. El batir de sus diminutas alas imitaba el sonido de uñas raspando sobre cartón. Sobre ellas, pequeñas luces giraban en sincronía, solo para detener su marcha y agrandarse, probando ser ojos dorados observando con malicia desde la oscuridad...

  ***

Zuri despertó fuera de sí. El sueño fue tan vívido que inconscientemente escupió, espantando de sus labios la sensación de ser acariciada por alas de insectos en vuelo. Saltó de la cama, tratando de espantar la pesadilla. Eran casi las ocho de la mañana y Lena aún no se había duchado. Su voz era un susurro mientras reclinaba su cuerpo en contra de la única ventana semiabierta, su cabello rubio era un desastre y ni siquiera se había deshecho de su gorro de hospital.

—Cuando hablo de volver a casa, no me refiero a Maryland, mami. Se trata de una pasantía en Georgia. —Lena pausó unos segundos, considerando si debía mencionar a Grafton. No porque se tratara de tener que consultarlo con su madre, quien siempre respetó sus decisiones. Se trataba de evitarle preocupaciones innecesarias. Ivy Harrington no gustaba de hablar del pasado. Cualquier cosa previa a la salida del Blue Ridge parecía causarle una inexplicable tristeza—. Georgia o Tennessee. No estoy segura todavía. Pero es una oportunidad única de hacer bien en la zona.

Al voltearse y ver a su amiga, su instinto fue cortar la conversación sin despedirse.

—Lamento si te desperté, necesitaba hablar con mi madre.

—Nada que ver. Me despertó un mal sueño. —Zuri cruzó la sala estrecha sin hacer contacto visual, para servirse un vaso de agua en la pequeña extensión que servía como cocina—. Te escuchabas algo nerviosa y triste. ¿Hay algo que quieras compartir?

—Comenzar a hablar ahora sería asustarte, Zuri. Pero supongo que si alguien va a acompañarme a enfrentar mis peores miedos de niña, eres la persona indicada. Todas mis reacciones de hoy se deben al simple hecho de que, entre las posibles localidades de la pasantía, se encuentra el pueblo donde me crié. Era un lugar maravilloso, sin dudas, pero todo quedó eclipsado por mi último día en ese maldito lugar. Si tienes tiempo para escucharme, tal vez puedas convencerme de volver...

Mentía, por una simple razón. Necesitaba convencerse a sí misma, que el deseo de volver no había salido de ella. Pero por más que su madre le advirtiera, por más que la protegiera, Lena Harrington sabía que Grafton la esperaba. Y, tal vez con un poco de suerte, conocería las respuestas a esas preguntas que quedaron con ella la noche en que se despidió de su niñez y su inocencia.

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