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El cementerio

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El cementerio

—¿Qué demonios te pasó esta tarde? No parecías tú, Key.

Eran casi las diez de la noche y después de una turbulenta tarde en Savannah, todos se encontraban de vuelta en casa. Todos menos Key, quien todavía no se despedía de Lena. Estaban sentados en los escalones que daban al balcón. Zuri desapareció tan pronto llegaron, con la excusa de ir a darse una ducha, pero Harrington no tenía la intención de dejar ir a Sutherland sin una explicación.

Key se inclinó, apretando el puente de su nariz entre dos dedos.  Era una forma de manifestar tensión casi infantil, ensayada, lo que se espera de alguien que está a punto de decir algo de lo que puede arrepentirse. Pareció esperar que Lena interpretara su lenguaje corporal y, al no recibir respuesta, optó por ser brutal.

—¿No parezco yo? Seamos sinceros, Lena. No tienes idea de quién soy. En tu cabeza hay un niño de ocho años y un tipo de casi treinta con quien tienes buena química. Entre esos dos extremos hay una noche de un trauma compartido, la cual tú puedes describir en todo detalle y yo ni siquiera recuerdo.

Lena no dio crédito a sus palabras. En un momento que con el tiempo reconocería como egoísta, lo único que se le ocurrió fue reclamarle.

—¿Qué me estás queriendo decir, Key? ¿En realidad vas a excusarte con el típico estamos yendo demasiado rápido?

—No puedo creer que estás haciendo esta conversación sobre ti. ¡Mierda!

Bufó, tratando de lidiar con la montante frustración. En la diminuta comunidad de Grafton, Key era amado por todos, desde sus estudiantes hasta los más ancianos. Pero detrás de la admiración y el amor existía una preocupación en los mayores y una fascinación mal sana en los menores correspondiente a lo sucedido hace veinte años. El tema que no se tocaba, ni siquiera con Ray Walker, con quien a penas había cruzado un puñado de palabras sobre el incidente y quien parecía más que dispuesto a discutirlo con una octogenaria, cuando más de una vez le cerró la puerta en la cara.

Eso era lo que Sutherland hubiese querido que ella, por encima de cualquier otra persona, entendiera. Pero, en una vida de silencio, las palabras no son fáciles de encontrar. De niño, no recordaba haber llorado, a pesar de que llevaba marcas en la piel que hablaban de sufrimiento. Como hombre, no sabría qué decir, ni aunque le pusieran un libreto en frente.

—Toma tu tiempo entonces. —Lena se sacó el collar de cuarzo y se lo entregó, antes de voltearse a subir las escaleras.

—Te dije que podías quedártelo. 

—Y resulta que no lo quiero.

Sutherland guardó el collar en el bolsillo de sus jeans y ni siquiera se molestó en subir a la camioneta. El casco del pueblo contaba con doce calles y él tenía energía para quemar. Se alejó caminando hacia el norte de la plaza, sin muchas ganas de llegar a su apartamento.

Sonata SiniestraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora