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El curso de lo inevitable

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El curso de lo inevitable

Un segundo día al pendiente de su madre había dejado a Lena agotada.

Lo único que podía considerar un remanso de paz en medio de la presión, fue su tiempo con Key.

Pensó en cómo, en un principio, protestó la idea de que viniera con ella, y, en cuestión de cuarenta y ocho horas, estaba empezando a considerarlo indispensable.

Sutherland tenía razón. Se debían conversaciones, las cuales, de alguna manera u otra terminaban en hacerla reír, distrayéndola del dolor lo suficiente como para seguir en pie.

Sin embargo, las noches eran solo suyas, y, tras de haber dormido juntos la primera, la creciente cercanía entre ambos le advertía que, era preferible guardarse las pesadillas.

Pero nadie es capaz de cerrar las puertas del subconsciente. Por más que tratarán de disimular la razón por la cual se separaron por años, la pesadilla continuaba allí, en los espacios vacíos, y las preguntas que eran incapaces de contestar.

Una vez dormida, un mundo que nada tenía que ver con el suyo, la llamaba. No había nada que ella pudiese hacer para evitarlo.

—Shea... —Lena vio, sin el menor temor, cómo las ramas de los árboles volteaban en su búsqueda del sol para seguirla, convirtiéndose en brazos y manos que la guardaban y, al mismo tiempo, la separaban de la luz.

—Shea... —La flora comenzó a llorar una sabia dorada, mientras los árboles se retorcían formando un túnel. El viento dejó de mover las hojas para meterse en los espacios donde madera tocaba madera, provocando la ilusión de música.

La voz que llamaba desde el bosque, en un momento placentera y armoniosa, comenzó a distorsionarse hasta convertirse en un chirriar insoportable que buscaba alejarla de lo poco que le quedaba de conexión a la realidad.

—Abre tus ojos. Arráncate los párpados si es preciso...

Lena despertó agitada, el olor de agujas de pino y el crujir de las hojas muertas, todavía ocupaban sus sentidos. Sentía un ardor en el rostro, que atribuyó al sol, hasta que se dio cuenta de la oscuridad en la habitación.

Sutherland entró, por la puerta que, de común acuerdo, permanecía abierta conectando sus habitaciones.

La volteó sobre su espalda, sosteniendo sus manos sobre su cabeza. No fue algo violento, pero sí inesperado. El corazón de Lena dio un vuelco, al percibirlo tan cerca.

—Lena, ¡por Dios! Estabas arañándote la cara. 

No se movió mientras Key sacaba las molestas almohadas de en medio. Reaccionó una vez más cuando él, en lugar de levantarse de la cama, la atrajo y con sumo cuidado comenzó a acariciar los contornos de su rostro, espantando el sudor frío que dejó la pesadilla.

Sonata SiniestraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora