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Las complicaciones de la gran manzana

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Las complicaciones de la gran manzana

Ciudad de Nueva York, tiempo presente

—¡Maldición! —La taza de café resbaló de sus manos para caer al suelo, justo sobre la mancha de aceite que segundos antes la hizo resbalar. Lena se inclinó para recogerla, solo para sentir una fuerte nalgada que la hizo saltar de un susto.

—Te faltan reflejos de ciudad —Zuri, su compañera de habitación, con la que compartía un diminuto apartamento en Astoria, sostenía una bolsa de papel grasienta—. No sé qué vas a hacer recogiendo la taza del piso, excepto conseguir que un maniaco al volante te pase por encima. No hay un cesto de basura a la vista. Sugiero que la dejes allí, como ofrenda al manejo de desperdicios. Por aquí debo tener un par de servilletas extras, si no te molesta la fragancia a picadillo de empanada.

—Lástima que no trabajemos en una clínica veterinaria, sería una ventaja. ¿Qué día es hoy?

—Miércoles de pura mierda, no es que haga una diferencia.

—Lo sé, pero no puedo negar que me hace cosquillas, que una futura pediatra no pueda decir dos palabras sin ser disonante. —Lana recuperó su humor en cuanto tuvieron la suerte de encontrar un asiento en el subterráneo.

—Viene con el territorio, mamita, pero sé cómo comportarme, lo juro. Tengo una chancla tatuada en mi baja espalda que garantiza que mi madre hizo las cosas bien...

Lena era tal vez la única persona a quien no le aterraba la noción de la chancla mística. Una de las razones por las cuales se llevaba de maravillas con Zuri es que, al llegar a Nueva York para comenzar sus estudios universitarios, el choque cultural fue tan grande que la llevó a hacer amistad con personas las cuales muchos asumen no encajan con sensibilidades sureñas.

Era el cuento de nunca acabar. La región de los Apalaches siempre ha sido vista con un nivel de xenofobia que deriva del nivel económico y la posición social. En un tiempo, personas de ascendencia escocesa e irlandesa, como en el caso de Lena, eran considerados "blancos adyacentes", con derechos limitados por la población en su mayoría anglo/protestante. Marcados por la disidencia política y religiosa, esa región, apartada del mundo, se consideraba la última frontera. En muchos casos eran extranjeros en su propio suelo, con una visión de la vida y costumbres que distaban de los demás.

Es por eso que para Lena la frase «se puede tratar de sacar a alguien del sur, pero el sur no sale de nadie», se convirtió en un asunto de orgullo. Su conexión con Zuri, quien se consideraba a sí misma puertorriqueña, a pesar de nunca haber puesto un pie en la isla, fue automática. La magnolia de acero y la ceiba en el tiesto pasaron cuatro años fastidiándose en los pasillos de NYU, como solo becados de pre médica pueden hacerlo.

La escuela de medicina fue igual o peor, donde no hay dinero y se es mujer, hay que trabajar el triple para lograr llamar la atención.

—Estamos a punto de llegar. Despierta. —Lena iba de camino a darle un toque a Zuri, quien arqueó una ceja y levantó un dedo antes de recordarle que para ella, dormir entre paradas era un arte que debía ser admirado y nunca cuestionado.

El plan era trabajar ocho horas, las cuales se extendieron a doce, como suele ser la suerte de hospital.

—Lele, por poco y se me olvida tu cara —Zuri apareció como el fantasma del desvelo por venir, sosteniendo una cafetera de cristal en la mano y el triple del café recomendado en la otra. Le acompañaba Javi, el enfermero práctico, lo que garantizaba que Lena no tendría oportunidad de convencerla de aguar la bebida.

El enfermero, quien bien podía ser el gemelo tóxico de Zuri, le entregó una taza de café negro como para activar a un psicópata, mientras tarareaba su versión de una canción popular.

—Zuri me preguntó si tengo horas. Eh, de doce en doce, eh... pero no hay tiempo pa' la joda...

—Bájale al Bunny, ¿quieres? El exceso de puertorriqueñidad después de la media noche causa el mismo efecto que un batazo en la cabeza para los blanquitos. —Zuri le pasó el azúcar a Lena, guiñando un ojo mientras Javi aclaraba ser dominicano. Lena solo sonrió. Manejaba el español con cierto grado de experticia, pero la velocidad vertiginosa del comentario de Zuri era como para no pedir aclaraciones.

—Te necesito bien clara de mente, reina de mi vida, porque estoy a punto de hacerte una proposición indecorosa. Y necesito que me digas sí o sí, porque todos sabemos que nada malo pasa después de la media noche, así que se puede decir que esto está planchado.

Zuri esparció una cantidad de frente a Lena.

—Un programa de pasantía para verano, ¿estás de broma? —Lena levantó la hoja.

—No es un programa cualquiera. Sabes que el COVID nos dejó a todos locos y sin ideas y me niego a pasar otro verano en New York. Tenemos todo lo que hace falta, la experticia, las clasificaciones, la falta de vida social... y, al menos yo, voy a tener una guía personal. ¿Viste a donde nos van a asignar? ¡Áreas rurales de Georgia! ¡Ya es hora de que me pongas un anillo, me lleves a casa y me presentes con la suegra!

—Ustedes tan cis, con sus chistes tan lezzies —Javier comentó mientras admiraba el folleto—. Aunque no se puede negar que esto es típico de la película de la semana. Practicantes de medicina con vida ajetreada viajan a un pueblo en las montañas para quemar todas las calorías de cafetería de hospital con un granjero de proporciones épicas...

Un débil «oh, por Dios» escapó de los labios de Lena. Una pasantía interestatal era una oportunidad única. El momento exigía tomar en consideración una oferta que ampliaría sus oportunidades y enriquecería su currículo. Mientras Zuri parloteaba sobre lo bien que les vendría un cambio de aire, ella no pudo evitar pensar si era conveniente contarle a su amiga las razones en contra.

Sonata SiniestraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora