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La vida secreta de Lena Harrington

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La vida secreta de Lena Harrington

—Nunca voy a entender cómo es que no puedes empacar de forma frugal. Por el amor de Dios, es solo un verano en el sur, no vamos a viajar con tribus nómadas en el desierto. —Lena no podía procesar la cantidad de ropa esparcida en códigos de color desde el armario de Zuri hasta la cama, algo que solo podía definirse como caos ordenado.

—Y eso, que no has visto el maletín de productos para el cabello. ¿Humedad? No existe tal cosa. Puedo pasar un día entero sin maquillaje, pero, ¿rizos desordenados? —La puertorriqueña, señaló su cabeza, mientras agitaba el cabello—. ¡Primero muerta que despelucada! En cuanto a la ropa, es producto directo de tener una madre que siempre me vistió más combinada que una papeleta. Los atuendos pueden ser limitados, pero jamás discordantes.

—Conozco a dos o tres que van a amarte, sobre todo, las encargadas de armar actividades sociales. No hay nada más divertido que vestir en coordinados y portarse como una manada de gansos buscando vida y propósito. —Por primera vez en la mañana, Lena sonrió y Zuri aprovechó para abrazarla.

—¡No dejaré de agradecerte por aceptar esta aventura! A ver, ya está bueno con mi supuesto desorden, que tus delirios de madre no van a arreglarme. Lo que mereces es que yo vaya a tu habitación, a desordenar todo lo tuyo. Digo, a coordinarte, nena. Conociéndote, probablemente solo empaques los uniformes de la práctica, sin esperanza de tener un minuto de vida social. Ya habrá tiempo para sacrificarse por la práctica, cuando nos toque pagar los préstamos estudiantiles.

Lena se dejó arrastrar hacia su propia habitación. En los pasados días su ánimo se manifestaba cambiante, desde la total euforia ante la idea de volver a casa, pasando por la preocupación de perder enfoque en sus metas una vez lo hiciera. Demasiadas cosas se estaban acumulando en su cabeza. Sin embargo, ocultar su parecer de Zuri se le había convertido en un arte.

—A veces me convenzo de que eres banal y poco interesada en lo que haces, y luego recuerdo las cosas que tenemos en común, y se me pasa. Estoy segura de que vas a pasarla de maravilla.

—Vamos. Vamos, ¿me escuchas?

Lena, quien ya tenía la maleta hecha, se detuvo ante un pequeño joyero, del cual sacó varios accesorios sencillos, entre ellos un sachet de tela. Lo abrió, dejando caer en la palma de su mano una pieza de cuarzo rosado, montado en plata, amarrada a una tira de cuero. Levantó la prenda a la altura de sus ojos, perdiéndose en el intrincado patrón de la piedra en su forma natural. Era una combinación de color y textura hermosa y atrayente. Pensó en cómo existen ocasiones especiales en las que las imperfecciones amplifican la belleza.

—No sabía que estabas metida con cristales, pero a cada quien lo suyo —Zuri bromeó—, mira que mi abuela me ama, pero no confía en mí más que el Vicks Vaporub. ¿Qué curan esos? ¿La depresión? ¿El mal de amores?

Su tono jocoso cambió una vez vio el rostro de Lena.

—¿Alguna vez te has sentido culpable por algo que estuvo fuera de tus manos, Zuri?

—¿Le preguntas a la estudiante de medicina o a la neoyorquina regular? La primera regla de la profesión es dar el máximo de esfuerzo y entender la existencia de las variables. Ojalá y el resto de la vida fuera tan fácil. ¿La piedra es algo que te recuerda a tu familia?

—No —respondió a secas—. Pero la he tenido conmigo por casi veinte años. Fue un regalo, de parte de un amigo de la infancia. Cuando salimos del pueblo, consideré devolverlo a su madre, pero mis padres lo impidieron. Mi madre creyó que hacerlo me haría ver culpable de alguna manera.

—No entiendo...

—La gente de los Apalaches suele ser supersticiosa. Hay ciertas piedras que se supone concentran la energía de quien las lleva, que una vez se convierten en una pieza de joyería no deben ser tocadas o utilizadas por otras personas. El chico del que te hablo, Key, era mi compañero de clases de primaria. Esta prenda era suya y yo se la pedí por capricho —la comisura de sus labios se movió de forma involuntaria, y Zuri no pudo determinar si Lena estaba a punto de reír o llorar—. No puedo dejar de pensar que, si él hubiese tenido la prenda puesta, el resultado de esa noche sería diferente. La última noche que pasé en mi pueblo, mi mejor amigo desapareció, sin explicación alguna. En nada ayuda el que salimos de Grafton a la mañana siguiente. Se sintió como una huida, como si mi madre y la suya no hubieran pasado la noche en vela, esperando su regreso...

Zuri la abrazó, no con su usual efusividad, más bien con el cuidado con que lo haría una madre. Entendió que Lena estaba compartiendo un aspecto de su vida, el cual llevaba consigo como la más pesada de las cargas.

—No se la historia completa, Lele, pero ahora entiendo la razón de tu negativa y te agradezco el doble el que aceptaras. Espero que tu mami estuviera allí para ti, recordándote que eras solo una niña, que nada debe pesar sobre la consciencia de una pequeña, mucho menos esos detalles que van de la mano con crecer. Coincidencias son coincidencias. Yo que tú, recordaba lo bonito y honraba una amistad.

Tomó la prenda de sus manos y la colocó alrededor de su cuello, obligándola a voltearse y mirarse en el espejo. El largo de la tira, perfecta para el cuello de un niño, apenas llegaba a su clavícula, pero la piedra no por eso dejaba de ser hermosa. Lena debatió el impulso de arrancársela y guardarla de nuevo en el joyero.

Puede que Zuri no lo supiera, pero era la primera vez que se ponía el collar en casi veinte años. Su madre le prohibió hacerlo, le dijo que por su bien nunca mencionara la piedra, o la llevara puesta, sin embargo, le prohibió deshacerse de ella. «Es tu responsabilidad ahora», le dijo, palabras que crearon en ella un vacío que, con el pasar de los años, fue llenando con culpa y vergüenza.

—A la verdad que me queda. Aunque voy a tener que compararle una cadena nueva, no quiero andar ahorcada por ahí.

Terminaron de escoger la ropa del viaje y Lena se dejó convencer de empacar lo que Zuri llamó el icónico trajecito negro, a pesar de asegurarle que un par extra de jeans azul marino eran suficiente para contar como atuendo de cita formal.

Esa noche Lena durmió con las ventanas abiertas. El mes de mayo estaba a la vuelta de la esquina, pero, por uno de esos milagros de primavera, la temperatura aún no exigía el uso del aire acondicionado.

Las luces en la distancia, fijadas a las antenas de los rascacielos, parecían ojos brillantes auscultando la ciudad desde las alturas. El cuarzo descansaba sobre su piel. La nitidez rosada de la piedra comenzó a oscurecerse con cada respiro, dibujando un patrón de finas varices oscuras en su pecho, las cuales no dejaron rastro al amanecer.

Sonata SiniestraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora