1- La rata

16 0 0
                                    

Rowent


La noche se cernía sobre la ciudad, envolviendo las estrechas calles empedradas en un manto de oscuridad. Las luces de las farolas titilaban, proyectando sombras danzantes contra las fachadas de piedra de los edificios antiguos. El aire estaba cargado con la mezcla de aromas de comida, humedad y el lejano murmullo de conversaciones nocturnas.

Y en medio de todo ello, yo corría como perseguido por un rayo, los guardias me venían pisando los talones. ¿Qué les afectaba a los ricos unas pocas monedas menos? Bueno, unas pocas bastantes. Tintineaban en la bolsa que colgaba de mi cinturón mientras saltaba por los tejados y me sostenía ágilmente pisando fuerte en las tejas.

Sacaron las ballestas y me preparé para recibir las flechas. La primera vino por arriba, me agaché justo a tiempo y pasó silbando por sobre mi cabeza. La segunda fue más difícil, vino baja y la esquivé saltando, me tambaleé al caer de nuevo, susurré las palabras para mis adentros —territus— mis ojos brillaron y me fijé al piso bajo mis pies. Salté al tejado de al lado y los perdí de vista por unos instantes mientras las flechas volaban por encima de mí.

Descendí hasta la calle. Mi respiración era pesada, y el sudor perlaba mi frente. Mis ojos ansiosos recorrieron el entorno en busca de un lugar para esconderme. Entonces, vio un pequeño local de comida con una ventana entreabierta en la parte trasera. La cálida luz se filtraba por la abertura. Decidí que era mi mejor opción.

Me acerqué con cautela, echando un último vistazo a mi alrededor para asegurarme de que no había sido visto. Con agilidad, deslicé el cuerpo a través de la estrecha ventana, cayendo ligeramente sobre el suelo de la cocina del local. El aroma a comida recién hecha llenó mis sentidos, y por un breve momento, me sentí a salvo.

Me quedé inmóvil, agudizando el oído para detectar cualquier sonido de alarma en caso de que los guardias me hubieran seguido. Los clientes en la sala principal parecían ajenos a mi intrusión, sus voces mezclándose en un murmullo constante.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y la dueña, una mujer robusta con un delantal manchado de harina, apareció en el umbral. Sus ojos se entrecerraron al verme.

—¿Qué haces aquí? —exclamó con voz áspera, llenando el pequeño espacio con su presencia.

—Yo ya me iba— respondí, tratando de sonar calmado.

La dueña me miró de arriba abajo con una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—Aquí no damos refugio a los intrusos— dijo tajantemente, tomando un rodillo de masa como si fuera un arma—. Si no quieres que llame a los guardias, será mejor que te largues ahora mismo.

Asentí rápidamente, levantando las manos en señal de paz.

—No quiero causar problemas— murmuré, retrocediendo hacia la ventana por la que había entrado y salí de nuevo al exterior, dejando atrás la breve ilusión de seguridad

Mi corazón golpeaba como un tambor mientras corría por las calles empedradas, el eco de los pasos de los guardias comenzó a resonar cada vez más cerca. No se habían ido, seguían allí esperando por mí.

El aire era frío y cortante, y las sombras de los edificios antiguos parecían alargarse, como si quisieran atraparme también.

Giré en una esquina, con la esperanza de encontrar un refugio, pero me detuve en seco al ver el callejón sin salida. ¡Maldición!, murmuré, sintiendo la desesperación apoderarse de mi. Mis ojos escudriñaron el entorno, buscando cualquier grieta, cualquier lugar donde esconderme, pero no había nada. Las paredes de piedra se erguían implacables a mi alrededor.

El despertar oscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora