Por otro lado, Chloe se encontraba lamiendo un delicioso helado de crema irlandesa en el parque Eyre Square, pensando en todo y en nada a la vez. Su estado de paz neutra solo la hacía ver fijamente a un punto en su paisaje mientras que imparablemente lamía el cono.
Pensó: «Quisiera ser un indigente para tener esta paz y sentirme libre como un gato que anda por ahí sin preocupaciones».
¿Qué le sucedía a la legendaria Chloe Armstrong pensando tales chuscadas? ¿A caso su esposo le había desviado unas cuantas hormonas de cordura? Porque se podría apostar que ni una inocente niña pensaría esas salidas, añorando más estar en las frías calles que en el calor de su hogar con el amor de sus padres.
Claro que tenía en mente ese falaz sentimiento que había tenido esa mañana, el que le hacía saber que todo marcharía correctamente. Sin embargo, algo en su nuca, en donde se le acumulaba el estrés, le decía que se estaba engañando al seguir con su positivismo, ese que la trataba de convencer de que todo estaría bien. Pero ¿qué podría hacer ella si nada tomaba su lugar y dejaba ese ambiente de completo estrés? Porque, como le dijo el señor Slora: han vivido tanto en sus historias y resuelto los problemas que ellos mismos crean que olvidan la cruda realidad que los asedia, y Chloe en lo particular, dejando al lado su edad, tenía mucho de una niña asustada con muchas responsabilidades, por lo que, siempre que se hacía la pregunta de qué haría si nada mejoraba, siempre llegaba a la misma vacía respuesta que cualquier mente saturada podría tener: nada.
Ya se había acabado su helado y no hacía más que ver al infinito punto del paisaje, cuando recibió una llamada de un número que no reconocía:
—¿Hola? —contestó.
—Señorita Armstrong —dijo una fina voz—, le habla Iván Fitzherbert, recepcionista del edificio Flickerman.
«¡Sí! Ya todo está arreglado», se dijo felizmente.
—Oh, Eve, ¿cierto? —contestó.
—¡Recordó mi nombre! —gritó el mismo tapando la bocina, sin percatarse que aún se podía oír su vociferación. Despejó su garganta y continuó—. Así es. Llamo para notificarle su horario con el psicólogo Bryan Taylor. Se le han asignado los días martes, jueves y sábado, por lo que empezaría el día de mañana a las nueve en punto en la sala C-4. De cualquier manera, yo la instalaré con todo gusto.
—¡Sí! Me parece fantástico, mañana entonces.
—Es correcto. Eso sería todo, señorita Armstrong. Que tenga una bonita tarde.
Chloe colgó la llamada y sonrió con suma satisfacción, pues en su caso la mínima señal de esperanza era como la entrada de una gran potencia a una guerra apocalíptica. Guardó el teléfono y fue directo a su auto para ir a casa, en donde la esperaba una exquisita cena hecha por Cindy y pedida por Jay.
Esa noche la señora Slora no tuvo por qué calentarse la cabeza o estresarse, pues Jay no le pidió nada en específico y todo el aseo y demás lo había hecho Cindy, por supuesto. Le avisó a Jay que comenzaría el día siguiente con sus terapias, y él asintió con sinceridad, pues se hallaba escribiendo y de haber respondido podría perder la idea que había pensado.
Por otra parte, aunque a él no le interesara, a Chloe no le atañía en lo absoluto, pues comenzaba a ver solo por sí misma sin que nada la limitara llegar a su bien.
Casi no durmió esa noche por temor a dormirse y no ir a su primera sesión, pero al amanecer despertó con todas sus energías y en poco tiempo estuvo lista para marcharse. Como el día anterior, le dio un rápido beso a su esposo, dejándolo necesitado de uno más caluroso y verdadero, pero tal parecía que a ella no le hacía falta.
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La Balada de la Iniquidad Escarlata ©
Romance¡Próximamente publicada por Editorial Planeta! En el corazón de Irlanda, hace siete años, la vida de Jay Slora y Chloe Armstrong, un matrimonio aparentemente perfecto, cambia drásticamente tras un accidente que deja a Jay con necrosis cerebral. Las...