Capítulo XI | El esplendor de la iniquidad

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No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que estaba en la camilla del consultorio y tampoco se atrevía a tirar una respuesta al aire, pues si la última vez que se desmayó transcurrió un mes desde entonces, no quería ni saber cuánto tiempo había transcurrido desde que cerró los ojos en la camilla.

Sin embargo, no todo era tan malo; esta vez había despertado en una lujosa habitación, acostado en una gran cama (más grande de lo que necesitaba). Al momento de sentarse en la orilla sintió unas suaves y finas pantuflas con las pequeñas siglas: H.J.M.A. Salió de la habitación y se encontró con lo que restaba de un pequeño y acogedor apartamento con cocina, sala de estar, chimenea, un gran candelabro y, en una pequeña mesa al lado de una gran pantalla de televisión, un tocadiscos. Sabía que no podía quejarse, era mucho mejor que cualquier hospital en el que había estado. Lentamente caminó hacia una iluminada ventana, hizo a un lado las cortinas y divisó al menos veinte apartamentos más como el suyo: estos iban de forma arqueada y se dio cuenta de que había unas cinco hileras más de los mismos. «Entonces estas son las villas de las que Emily hablaba» se enteró. Luego, frente a las villas, cruzando un campo con bastantes árboles, se encontraba el hospital, de al menos quince pisos. Era una estructura peculiar dado a que parecía un hotel, pero tenía algunas torres que lo hacían parecer un castillo, con el toque de la vieja Inglaterra. Sabía que el resto de los pacientes estaban en aquel edificio, y él... bueno, él solo tenía suerte de estar donde estaba, pues creía que no tenía el dinero suficiente para costearlo.

Antes de salir (porque estaba ansioso de hacerlo), se duchó, vistió y perfumó para causar una buena impresión, aún le importaba eso. Luciendo genial, como si nada se estuviera muriendo dentro de sí, salió a caminar con ambas manos en las bolsas. A la distancia divisó una banca solitaria bajo la sombra de un árbol, el lugar perfecto para descansar. Por supuesto el lugar no estaba vacío; por doquier caminaban pacientes que no parecían serlo, como él. Conforme se acercaba a la banca iba saludando algunas personas que se encontraba y le sonreían. Una frase que le gustaba decir era: «La segunda impresión no importa, solo la primera», pero esa vez no le importó para nada olvidarse de la camilla en la que había despertado luego de un mes para regocijarse en la belleza que lo rodeaba aquella tarde.

Una vez se sentó en la misma, cerró los ojos y se dedicó a respirar y sentir la brisa que lo abrazaba. Era una clase de paz que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Al abrir los ojos, vio a un sujeto risueño sentado al lado suyo, con ambas manos entre las piernas y moviendo estas como si estuviera ansioso.

—¿Fueron tus padres o tus hermanos? —cuestionó el mismo.

—¿Qué cosa? —indagó Jay, confundido.

—Los que te botaron en este lugar, obvio.

—A mí no me botaron... obvio, solo estaré aquí hasta que mejore, o me relaje un poco —respondió sin creer en sus palabras, pero se aprovechó de que el hombre no lo conocía.

El mismo soltó una risa burlista.

—¿Eso fue lo que te dijeron? —agregó entre risas—. Y tú les creíste...

—Pues...

—Claro que lo hiciste —se respondió a sí mismo, decepcionado—, se nota en tu rostro la esperanza, el anhelo de volver afuera. Pobre de ti.

Jay estaba a punto de responder, cuando escuchó una voz detrás de ellos.

—Ya déjalo, Sim, no es su culpa que vivas en una constante decepción y todos te hayan fallado —agregó una anciana extrañamente fornida y con voz un poco masculina.

Sim y Jay iban a responder, pero entonces un joven con media cabeza vendada contestó del lado frontal de la banca:

—Eso fue cruel, Zana. Sabes que según el señor R, Sim va a ser el siguiente y podrías arrepentirte de haberle dicho eso cuando pase.

—¿Por qué no me chupas las que no tengo, Cal? —respondió la anciana.

En un instante, un gato con el pelaje naranja y blanco, extremadamente obeso, se posó sobre las piernas del atónito Jay.

—¡El señor Jalea de Frambuesa! —exclamaron Zana, Cal y Sim al unísono, luego se dedicaron a masajear la barriga del gato como si nada hubiera pasado.

—Están dementes —les dijo Jay, mirándolos como si fueran espectros.

—Digamos que no estamos aquí por nada más haber profanado la tumba de un cura bajo una luna de sangre —respondió Cal, alegremente.

—Lo dices como si eso hubiera sido un delito menor —agregó aterrado el señor Slora.

—No le hagas caso —dijo Zana, riendo—. Simplemente nos tachan como depresivos, algunos necrófilos, unos cuantos esquizofrénicos y otros dementes por allá. Pero eso quedó afuera de este lugar, aquí somos completamente nuevos... mayormente gracias al señor Jalea de Frambuesa, ¿no es así gato hermoso?

El felino se retorcía encantado ante sus caricias, parecía encantarle.

—Solo no dejes que la princesa Pan Dulce lo atrape, lleva mucho tiempo queriendo comérselo —agregó Sim.

—¿Y quién diablos es la princesa Pan Dulce? —cuestionó Jay al punto de reírse.

—Es aquél idiota que solo tiene un diente —señaló al anciano que caminaba jorobado con ayuda de un bastón—. Es un degenerado come gatos. Te lo digo en serio, hombre, un día vamos a encontrarlo chupando la cola del gato como si fuera un fideo, luego de haberse comido toda la albóndiga.

Jay pensó que había escuchado demasiado, por lo que tomó al gato y se levantó lentamente, luego se lo dio a Sim y se marchó, dejándolos en su éxtasis matutino de gato.

Camino a su villa iba renegando y riéndose de tal locura. «Solo espero que la princesa Pan Dulce no sea caníbal también» se dijo aterrado, pues a nadie le gustaría ser devorado por tal artista. Conforme se acercaba a su villa, se enteró de que estas contaban con una pequeña pero cómoda terraza, con una mesa y dos sillas. Al llegar, tomó asiento y miró el fastuoso paisaje que lo acompañaba. Luego, inconscientemente estiró su mano hasta el centro de la mesa y segundos después una pequeña y cálida mano se posó sobre la suya.

—Ya te habías tardado —dijo Jay.

—No me perdería tal belleza por nada del mundo —respondió Queenie, sonriente.

La Balada de la Iniquidad Escarlata ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora