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La noche de ese martes fue el más crudo que pudo haber tenido la familia Slora. Por alguna coincidencia, el día en el que se le diagnosticó Necrosis neuronal a Jay fue un martes, pero a pesar de, ese no fue tan protervo como el día de la separación, pues en el diagnostico ellos estaban juntos y hasta el momento dicho padecimiento no los había separado. Pero esta vez ambos se encontraban divididos, con una sanguijuela para cada uno esperando succionarlos.

En Ballinfoyle, las lágrimas de Queenie no cesaron; infinitas películas de sus recuerdos reproduciéndose en bucle por lo largo de su memoria, la llenaban de ese puro sentimiento que no la limitaba sentirlos por más que quisiera hacerlo. «Si tan solo Emily estuviese aquí, ella sabría qué hacer o qué decirme», pensó angustiada.

Emily era la mejor amiga de Jay y Chloe: una chica morena, de la misma edad de Chloe y con una maestría. Enseñaba Ciencias Sociales en la secundaria Green Leaves de Galway, y en ese entonces se encontraba en una gira de la universidad en el continente asiático. No obstante, a pesar de que Queenie añoraba tanto verla, ella llegaría en dos días, por lo que pensaba que sus tormentos no se prolongarían.

A seis kilómetros, desenfrenadamente y con su corazón lleno de esperanza, Jay buscaba a Queenie en cada callejón, calle y estacionamiento, o al menos en la mayoría de ellos. Arrugó sus labios, contrayéndose en su propia furia que lo hacía exclamar contra sí mismo:

—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! —mientras golpeaba el volante del auto—. Solo tenías que defenderla, arremeter contra tu madre y... hacer lo que todo esposo hace. ¡No es tan difícil, maldición! —luego frunció el ceño por dolor, un dolor físico que lo obligó a cerrar los ojos mientras conducía. El auto invadió el carril contrario, causando que por poco ocurriera un choque mortal.

Un profundo y gran chillido del freno accionando las ruedas contra el pavimento fue escuchado en toda la cuadra. El auto bloqueó la calle por unos minutos hasta que el señor Slora se enteró de que una fuerte migraña, de esas agudas que atormentan de repente, le invadió la cabeza. Nunca había tenido tal ataque, ni si quiera cuando tenía un dolor de cabeza constante hace tanto tiempo, por lo que no le era un secreto que ese fue un efecto más de las repercusiones de su condición.

Por su bien y por el de las personas que conducían a esa hora en Galway, Jay decidió volver a casa y reanudar su búsqueda el día siguiente. Al llegar a la residencia Slora, una lejana migraña aún perturbaba la cabeza de Jay, obligándolo a echarse en su cama sin siquiera cambiarse de ropa, cepillarse los dientes o tomar una relajante ducha.

Como un controlador simbionte, la Necrosis apenas comenzaba a tomar posesión del señor Slora.

En una oscura calle de Ballinfoyle continuaba aguardando Chloe decaída, cuando a la distancia vio la llamativa marca delantera de un Audi. Era Gil, para ella: Bryan Taylor.

Estaba lloviendo como si un diluvio quisiera arrasar de nuevo con todo y, aun así, Bryan estacionó su auto detrás del de Chloe. Sin que le importase lo más mínimo mojarse, salió del mismo y fue hacia el de ella, luego de subir al asiento del copiloto, la miró detenidamente. A pesar de lo basura que era, le fue imposible no sentirse contrariado al ver a esa pobre chica sufriendo por amor. «No tengo tiempo para lamentarme» se dijo Gil, mordiéndose los labios. Puso su mejor cara y comenzó su jugada maestra, sin embargo, Chloe le ganó la palabra al comentar algo primero.

—Jay tenía razón: he vivido tanto en mis escritos y en las realidades que yo misma invento, que olvidé adaptarme y acostumbrarme a la que pertenezco —dijo mirando las cambiantes luces del semáforo frente a ella—. Tengo una pregunta: ¿El mundo es así de maldito contigo porque sí o porque te lo ganas? —cuestionó cual niña.

Antes de responder, Gil caviló un poco.

—Así de maldito es desde que naces. Algunos tuvimos nuestros protectores que no nos dejaban verla tal cual es desde nuestra niñez, pero otros a temprana edad sienten su ácido sin culpa alguna. Así que no, no creas que es personal, Chloe.

—Creo que extrañamente lo que acabas de decir me hace sentir mejor, pero no cambia el hecho de que es mi esposo del que hablo; se supone que somos un equipo, una familia —dijo con sus ojos humedecidos—. Sí, ya me había quejado y supe que todo estaba mal, pero de alguna manera no quería aceptar el hecho de que todo se ha ido a la mierda en definitiva. Es confuso, ¿sabes? Tengo a mis padres con vida, a mis amigos y abuelos también, pero solo bastó un mal trato de parte del amor de mi vida para que me vuelque el mundo entero y me sienta el ser más abandonado del mundo —expresó mirándolo al final.

Él pasó sus manos por su rostro limpiando algunas gotas, para luego comentar:

—Hace algunos años fui contratado personalmente por una chica, era casi una niña, de unos dieciséis o diecisiete años. Resulta que padecía o padece de una fuerte depresión, pues sus padres habían muerto, es hija única y no tiene familiares o amigos que la acompañen. A parte de esos factores, en cada sesión que tuvimos ella se notaba sonriente, soltando una que otra frase o comentario motivacional para sí misma o simplemente para el viento. Mi punto al ver tales escenas es que nunca te rompes demasiado como para no soltar al menos una desgraciada sonrisa, porque en las suturas de ellas siempre hay algo de verdad.

Chloe lo digirió y él continuó:

—A parte de todas las desgracias que habían sucedido en su vida, la razón por la que me había solicitado fue porque tocó fondo al cortar con su exnovio. Esa niña lloraba desesperadamente por amor, y no porque recientemente lo había perdido a él, sino porque perdió la última llama de calor que después de mucho le habían dado —acomodó su cuerpo y la miró a los ojos—. A ti, Chloe, te diré lo que le dije aquella vez a esa pobre chica: dale una o más razones a la persona que amas para que se vaya, y si decide quedarse a pesar de todo, no la dejes ir. En este caso, tú eres la que se fue y debería volver, pero luego de los tantos errores que él ha cometido y de los que te has quejado, deja que él te busque y veas su interés. Si te busca e implora tu perdón, no dudo de que tú volverás.

Ella soltó una pequeña sonrisa al verse satisfecha por las palabras de Gil, pero la misma se vio turbada al tener una nueva razón para preocuparse.

—Supongo que mis preocupaciones con respecto a eso quedaron cubiertas. Te lo agradezco de verdad, Bryan, no sé qué habría hecho sin ti... Probablemente me habría deshidratado de tanto llorar —le dijo agradecida—. Ahora después de todo supongo que dormiré en el auto, ¿qué tan malo puede ser?

Era la oportunidad para aprovecharse y poner en marcha la fase dos de su plan, la que consistía en aprovecharse de su vulnerabilidad sin descanso.

—Puedes quedarte en mi casa si quieres... —propuso.

Ella se sorprendió en gran manera, y ¿por qué no estarlo? Había pasado apenas un día desde que lo conoció, no podía tomarse tales méritos, por lo que respondió sin más.

—No te preocupes, solo será una noche, Bryan. Creo que mañana buscaré un hotel para pasar la semana.

—Me temo que deberé insistir —agregó con un término medio entre dulzura y seriedad—. ¿Qué clase de psicólogo sería si no ejerciera mi profesión fuera de la oficina? No puedo dejar que duermas en tu auto en una noche tan fría y con tantas consternaciones rondándote —ella lo cavilaba y mientras lo hacía manipulaba la palanca de cambios, cuando él puso su mano sobre la de ella. Chloe lo miró y él le sonrió—. Déjame ayudarte, por favor.

Queenie solo asintió con sus ojos cerrados, pues el nudo en su garganta le impedía completamente responder si quiera un sí. Él sonrió y se cubrió para salir del auto.

—Sígueme —le dijo antes de irse.

La Balada de la Iniquidad Escarlata ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora