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Al terminar, le arrojaron su ropa que habían encontrado tirada.

—¿Dónde está Chloe? —repetía—. ¿Dónde está mi esposa?

El sujeto más alto volteó a verlo, parecía que comenzaba a tenerle lastima.

—Escucha, Chazz fue a buscar en todos lados y no hay indicios de otra persona. Desde tu auto, solo se ven tus pisadas y en el lugar en el que estuviste, solo estaban tus pisadas. No había nadie más contigo, ¿entiendes? Nadie más... Incluso si pensáramos que huyó, sería imposible, porque no hay huellas que rastrear, no hay nada, solo tú.

Conforme el sujeto le explicaba a Jay lo que pasaba, él renegaba, agitaba su cabeza de un lado al otro y solo decía «No, no no, no es cierto», mientras cientos de miradas lo veían desde la oscuridad riendo.

El señor Slora sabía que estaba tan mal de la cabeza que no podía darle crédito por cualquier insinuación que no fuera certera con la realidad en la que había vivido toda su vida. «Estos malditos dejaran que Queenie se pierda y me hacen pensar incoherencias, me hacen creer que estoy loco» pensó Jay con impotencia.

—¿Ahora qué diablos harán conmigo? —preguntó deshecho.

—Ya llamamos a la policía. Los de Galway son unos inútiles, solo te van a encerrar en una celda por una noche, tal vez, por un crimen tan pequeño... Por eso tomamos algo de justicia por nuestras propias manos.

Eran ya las tres de la tarde, el cielo parecía el escenario de un asesinato desastroso con sus nubes y trazos de anaranjado rojizo. Las aves se ocultaban ya y las ventanas de la primaria Merlin Woods en Galway eran un eco visual para que el cielo mismo apreciara su majestuosidad.

Quienes caminaban en el parque o simplemente conducían, se llevaban a casa una exquisita obra de arte natural que no se aprecia todos los días de tal manera. Pero no todo era regocijo por la existencia misma ese viernes; los chicos entraban a su respectivo salón luego de su último receso para finalizar con su última lección del día y de la semana. Ellos se notaban interesados, murmurando entre sí y con un cierto aire de críticos. Su profesora, Emily Donnely, amiga de los Slora, lo notó.

Cada uno de los chicos dejaron sus teléfonos en el cajón que se les había asignado para los mismos y que no se distrajeran durante las lecciones. «Deben estar hablando de algún videojuego», pensó la misma, quien no le daba crédito a ningún tema interesante o serio que chicos de doce años pudieran estar tratando.

—Muy bien chicos, saben que pueden seguir hablando, pero bajen la voz y terminen el folleto, no distraigan a los que si quieren terminar rápidamente.

Los chicos siguieron murmurando, algunos en voz más alta que otros. De pronto, Sean Finnegan, un chico aplicado, cuadro de honor en la institución, vocifero encrespado:

—¡Los muertos no pueden disparar dos veces, Mandy! ¿Cómo podrías dispararte en la cabeza una primera vez, morirte y luego disparar una segunda vez? Algo más sucedió allí.

La clase entera volteo a mirarlo, estaba al final del salón. Cuando se enteró del escándalo que había hecho se sentó y puso su libro de ciencias en frente para tapar su enrojecida cara.

—Señorito Finnegan, ven a mi escritorio por favor —le solicito Emily, con una actitud neutral, pues no era la primera vez que sucedía.

El chico camino rápidamente al mismo y miro temblorosamente a su maestra.

—¿Que le estabas diciendo a Mandy sobre suicidios, pistolas y demás? Creo que son temas muy pesados para que muestres algo de conocimiento sobre eso a tu edad —todo el salón permaneció en silencio, ninguno hizo burla de su compañero o emitió algún sonido, todos permanecían atentos—. ¿De que estabas hablando específicamente?

La Balada de la Iniquidad Escarlata ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora