Sí, la raíz crecía, y aún más porque en ese momento él iba a causar lástima aprovechándose de su estado de salud para salir de ese embrollo.
—Bueno, tendré que acostumbrarme, debo aceptar el hecho de que estos raspones se volverán comunes en mi cuerpo —soltó una risa—. Iré a darme una ducha, estoy empapado.
Ella lo miró melancólicamente, constándole que después de todo era su esposo y aún lo amaba. Él caminó al lado del sillón donde estaba Queenie y ella lo tomó de la mano mirándolo a los ojos.
—Podemos con esto, cariño, verás que todo pasará.
Él sonrió y se agachó para darle un beso.
—Te amo —le dijo él.
—Te amo mucho más.
El señor Slora fue al baño principal para tomar una relajante ducha, mientras que la señora acomodaba las pastillas de él en sus respectivas divisiones.
Su rostro de desolación y las constantes exhalaciones de cansancio interno le daban al entorno de la señora Slora una abrumadora pesadez. Iba a preparar la cena, por lo que quiso ponerse un atuendo más cómodo y desmaquillarse, entonces fue a su recámara y se desvistió. Luego de estar lista buscó sus toallas desmaquillantes, pero no las vio sobre el mueble, en la cama o en el baño. Las buscó luego en las gavetas; abrió la de las bases y no estaban, abrió la de los polvos y tampoco estaba ahí, en la de los labiales no las encontró. Sin embargo, notó algo muy extraño entre los labiales: dos de ellos no estaban en sus respectivos lugares. Ella sabía que era imposible que eso fuese un descuido suyo, pues su delicadeza y extremo orden para con las cosas en general era inviolable, y ni si quiera en algún descuido habría logrado tal desliz. Los tomó y acomodó en sus respectivos lugares, con miles de preguntas en su mente y un solo pensar con el mismo origen: «Ella los usó».
Un escalofrío la abrazó desde su espalda baja hasta la cabeza, el broche de oro para lo que ya estaba sintiendo esa pobre chica. Sus teorías encajaban a la perfección, pero no era lo suficientemente torpe como para dejarse engañar y no pensar antes de permitir ser consumida por una teoría sólida.
—Tranquila, Chloe, debiste haber sido tú. Tal vez saliste rápido y simplemente los arrojaste, tal vez fue Jay buscando alguna cosa y los desacomodó, tal vez... tal vez... —cerró su boca tratando de evitar una expresión mundana que la situación le había ameritado surgir, pero no soportó retenerla—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —vociferaba golpeando la gaveta mientras la abría y cerraba. Luego se dio vuelta, apoyándose sobre el mueble y arrastrándose hasta estar sentada—. Ya basta, no fui yo y no fue Jay, tuvo que haber sido esa... esa... ¡Perra! —tapó su boca con las manos luego de expresar tal dicción, pues de ninguna manera eso había salido antes de la boca de Chloe Armstrong.
Quería llorar, en verdad deseaba hacerlo, pero no veía el porqué, pues lo que tenía eran teorías, y no derramaría una sola lágrima por dos lápices labiales desacomodados. Sin embargo, ese pequeño detalle no le pasaba desapercibido, y aunque le doliera, vigilaría a Jay más de cerca. Ella sabía que el señor Slora se veía ante sus ojos un santo, y no tendría más cuidado desde lo que pasó ese día, por lo que ella aprovecharía esa ventaja.
Por otro lado, a dos habitaciones estaba Jay contrariado, tratando de asumir todo lo que le estaba pasando. No era muy creyente en Dios; fue a la iglesia solamente en su niñez, y las oraciones no le eran para nada funcionales o importantes, pero en ese momento, en esa hora, ese día y año, el señor Slora no pudo más y dijo:
—Dios, ¿por qué me pasó esto a mí? Sabes lo que he hecho, sabes que he ayudado a muchas personas y todo lo hice como muestra de humanidad y solidaridad. No merezco tener el destino que me espera y llegar a morir como un miserable gusano.
Salió de la ducha y tomó la toalla para secarse, luego se miró en el espejo y algo le dijo: «Tu tomaste el lugar de Chloe en ese accidente y nadie te obligó a hacerlo, ahora morirás por amor, Jay Slora». Patidifuso, Jay digirió lo que con mucha razón una voz le expresó, constándole que era toda la verdad. A partir de ese entonces el señor Slora no volvería a quejarse ni preguntarse el porqué de su estado, pues la respuesta le era más que clara. Sin embargo, rondando por alguna parte de Galway estaba otra de sus desgracias: Angélica. «¿Qué es lo que realmente quiere esa chica de mí?», se preguntó tupido, puesto que la razón que ella le dio justificando su intensidad ya no le era creíble, considerando el haberse tomado la libertad de conducir hasta su casa.
La respuesta a la solución no era muy difícil, y desde antes él la tenía presente, solo que no quería parecer un desalmado y amargado escritor, pero ya la situación se le había escapado de las manos. Le iba a escribir un mensaje pidiéndole que no le escribiera más, pero, apelando a una manera más sabia de llevarlo, decidió esperar y ver si ella le volvía a escribir luego del susto que seguramente se llevó al encontrarse con su esposa.
Luego de poner mentalmente las cosas en orden, salió del baño hacia la habitación de ambos y se vistió. Seguidamente buscó a Queenie para darle un beso, expresarle un te amo o simplemente abrazarla por detrás como cualquier pareja lo hace, pero no la encontró en ninguna parte dentro de la casa, por lo que salió al patio y la vio sentada al pie del manzano, recostada en él. No era la primera vez que ella hacía tal cosa, por lo que no se preocupó y fue a hablarle.
—Es una hermosa tarde, cariño —afirmó endulzando la misma—. ¿Escuchaste eso? Fue un Carrizo de Invierno, ¿qué harán aquí si apenas es otoño? Huh.
—Ahora no estoy de humor para hablar, Jay. Creo que solo quiero respirar y estar sola.
Jay supo que algo no estaba bien, y por supuesto que sabía por qué era. No obstante, como su corazón se lo dictó no quiso dejarla sola, aunque tuviera que respetar su deseo de querer estarlo, por lo que simplemente tomó asiento y se recostó al árbol de igual manera. Chloe lo escuchó y dejó que se sentara a sus espaldas. Pasaron unos minutos y Queenie no pudo esperar más por preguntarle qué hacía ahí también:
—Jay... ¿Qué haces?
—Te acompaño a estar sola, mi amor —respondió relajado.
Queenie sonrió y bajó su mirada, dándose cuenta de que, a cada instante, a pesar de todo, amaba más a ese hombre. Luego estiró su mano hacia atrás y Jay la vio, tomándola al instante.
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La Balada de la Iniquidad Escarlata ©
Romantizm¡Próximamente publicada por Editorial Planeta! En el corazón de Irlanda, hace siete años, la vida de Jay Slora y Chloe Armstrong, un matrimonio aparentemente perfecto, cambia drásticamente tras un accidente que deja a Jay con necrosis cerebral. Las...