Capitulo 16

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Andrey

No nací para ser padre. No sabía hacerlo y no me gustaba. Cada día me repetía lo mismo, como si eso pudiera borrarlo todo. Como si maldecir a Anabella por haberme dejado este desastre en los brazos sirviera de algo.

Cada vez que pensaba en ella, se me retorcía el estómago. Pero más me jodía verme en el espejo con ese niño en brazos. Yo no pedí esto. No lo busqué. No lo quise.

—¿Qué se supone que haga contigo, eh? —espeté en voz baja, caminando de un lado al otro de la habitación con él en brazos.

Había llorado sin parar durante toda la noche. La voz ronca, la cara colorada, el cuerpo tibio... no, tibio no: ardía.

Sus manos diminutas se agarraban a mi camiseta como si yo fuera lo único que lo mantenía vivo.

Y quizá lo era.
Mierda. Qué jodida ironía.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba así. ¿Dos días? ¿Tres? Apenas si sabía cuándo había comido por última vez. Yo no era su madre. No era Anabella.

Y sin embargo, ahí estaba, sosteniéndolo, escuchando sus quejidos cada vez que respiraba, sintiendo cómo su fiebre me quemaba la piel a través de la ropa.

Maldita Anabella.

Maldita ella por haberme dejado con esto.

No contestaba mis llamadas. No respondía los mensajes. Ni una señal en más de una semana.
Cuando se fue, dijo que necesitaba espacio. Que todo esto la estaba consumiendo.
Y me dejó a Nikolai como si fuera una caja que no quería cargar más.

—Te odia —le dije al bebé, casi sin darme cuenta—. Te odia y me odia a mí. Bienvenido al mundo, mocoso.

Salí de la habitación. Tenía que hacer algo. El niño no podía seguir así. Tenía fiebre, gemía todo el tiempo, y yo ya no podía pensar con claridad.

Me fui directo a la habitación de mi hermano. Buscaba a Khristeen. Ella estaba embarazada. Se suponía que sabía de esto.

Toc-toc. Dos golpes secos.

—Abre, rápido.

Ella apareció con los ojos medio cerrados, envuelta en una bata. Me vio con el niño en brazos y frunció el ceño.

—¿Qué pasa?

—Tiene fiebre. Está raro. No para de llorar desde anoche —dije rápido, seco, sin rodeos.

Khristeen lo agarró sin hacer preguntas y lo revisó como si fuera suyo. Su expresión cambió al instante.

—Está caliente. Mucho. Le voy a dar un baño, pero necesita un pediatra. Ya.

—¿Te lo quedas? Voy a llamar. No puedo con esto ahora.

Ella asintió, sin perder el tiempo. Se metió al baño con el bebé y cerró la puerta. Yo caminé hasta el comedor, agarré el teléfono, marqué.

—¿Arleth? —esperé un segundo—. Es Andrey. Mi hijo tiene fiebre. No sé qué hacer. Está mal. Necesito que vengas ahora.

—Estoy en camino.

Corté sin despedirme. Me hundí en el sillón, con la cabeza entre las manos. Respiraba hondo, intentando no perder la calma.

Yo era un hombre de sangre. De fuego. De guerra.

No de pañales y biberones y llantos que no sabía cómo apagar.

Treinta minutos después, Arleth tocó el timbre. La hice pasar sin decir nada. Khristeen salió con el niño, envuelto en una toalla. Tenía los ojos hinchados y el cuerpo tembloroso.

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