7.Poses impúdicas.

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Había refutado tantas veces que mi mamá había estado a punto de lanzarme del balcón, y me había propuesto a no ir y encerrarme en mi habitación por el resto de la tarde, excusándome que tenía mucha tarea. Sin embargo, como todo lo que me proponía, terminé canalizando mi camino hacia su negocio a las cuatro de la tarde.

Justo en el momento en el que bajé del carro, mi mamá lo volvió a poner en marcha y desapareció en cuestión de segundos. Me quedé parada algunos segundos enfrente del local, viendo el letrero intermitente con el apellido de la familia escrito. Froté mis botas favoritas, que eran amarillo fosforescente, todo un cliché, contra el asfalto y entré al local arreglando mi vestido color rosa chillón, que me quedaba más corto de lo deseado.

Se suponía que el tratamiento solo tendría una duración de seis meses, pero había terminado alargándose a más de dos años a causa que siempre tiraba uno. 

Cuando un dentista te diga que no puedes comer palomitas, cajeta o chicles con aparatos, lo dice por algo.

Escúchalo.

-Hola, Anneliese-. Me saludó Álica, la secretaria, y también ayudante de Estela, masticando palomitas acarameladas de una bolsa. Ella estaba detrás de su escritorio, viendo la pantalla de la computadora. Nunca llegué a entender el concepto de Estela teniendo una secretaria: lo único que hacía era ver series en internet y comer. Sin levantar la mirada, agregó -: Le avisaré a Estela que ya has llegado.

-Gracias- le dije, parándome enfrente de las sillas del local incómodamente.

Alicia se puse de pie y caminó hacia una puerta trastera, que era donde Estela atendía a sus pacientes. Segundos después, vi a Estela salir de aquella puerta, con una amplia sonrisa que nunca llegué a comprender como siempre vestía, y seguida por Alicia. 

-Anneliese, te he estado esperando-. Dijo, dándome un pequeño abrazo.

Me era imposible sentirme por ella. Es imposible no sentirte mal por alguien que ha pasado por mucho, cuando se tiene un poco de humanidad. 

En un pueblo pequeño, la ida de uno afectaba a todos, y que afectara a todos, significada que, constantemente, todos estarían recordando la ida de aquella persona perpetuamente. 

Ese había sido el caso de Estela, tan severo, real, vívido como desgarrador. No era como esas historias que leía, esos relatos que las películas contaban. Esto era tan real, una historia de cómo dos niños perdieron a su padre, una esposa a su esposo, que algunas veces el dolor del recuerdo era perceptible para todo. Todo había sido demasiado abrupto, una mañana el sonido de la risa del papá de Eric era audible hasta la cocina de mi casa, una noche una esposa se había ido a dormir en los brazos de su esposo, y días después... el rastro se había perdido por completo. 

Además de la presta muerte de su esposo, Estela no tenía trabajo y solo tenía los antiguos ahorros de su esposo para mantener a su familia de tres, pagar el funeral, y todas las deudas que había dejado el negocio de su esposo. Toda la familia Brooks había estado viviendo en un declive por años, hasta caer en una completa bancarrota solo pocos años atrás. Eric dejó de ir al colegio algunos días, casi por semanas, ya que había sido vetado. Lo que los salvó fue la muerte del papá de Estela, y la herencia que le había sido concebida, la que le dio el dinero necesario para abrir un negocio. 

Ahora, según los cotilleos del pueblo, vivían de una manera sustentable: tenían lo que necesitaban. Nada de dinero de más, nada de dinero de menos. 

Me sorprendió no haber visto el parecido entre ella y su hijo en todos esos años. Mismos pómulos, sonrisa, color de pelo, casi todo menos sus ojos que eran de color avellana como los de su hija, a comparación a los de su hijo que eran grises. Tal y como los de su padre.

1. Venturas de la vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora