Suegras, concuñadas, y otros momentos incómodos.

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Capítulo 24.

Estuve casi segura que estaba loca desde el momento que empecé a hablar sola, diez minutos atrás, pero cuando comencé a gritar mientras caía y cuando mi tronco golpeó contra la arena y el resto de mi cuerpo golpeó contra el colchón, amortiguando un poco la caída, estuve segura que estaba loca.

   Y que tenía que ir a un manicomio de inmediato.

   Pero primero tenía que arreglar mi vida.

   Arqueé un poco mi espalda, sintiendo como mis propios músculos y huesos se movían debajo de mi. Aun así que mi cabello estaba en la mitad de la arena, podía sentir mi musaca nasal en la mitad de mi nariz, mi espalda partida en dos y mi tobillo torcido, no me había sentido tan bien en tantas horas.

   Recordé los brazos de Eric a mí alrededor, y abrí los ojos, encontrándome justo con el mismo lugar que había perdido el anillo de su padre, y mi primer beso.

    Era tan fácil de volver a los recuerdos, tan fácil de tratar de enmendar las cosas y hacer acciones para recuperar lo perdido; pero era tan difícil olvidar las cosas que querían olvidar, o no necesariamente olvidar, pero si revivir: como aquellos primeros revoloteos en el estomago, las primeras sonrisas compartidas, las platicas que desearía volver a tener, y aquella tranquilidad, en un cine oscuro, en los brazos de alguna persona que podían llegar a ser más cómodos que todo el mundo.

   Sintiendo un gran vértigo en mí estomago, me dejé de zarandear en el colchón y me puse de pie. No sabía la hora, y nunca la había podido calcular por los rayos de luz, pero supe de inmediato que faltaba poco para las siete y media.

   El reloj seguía moviendo sus manecillas, las llaves tiritaban en alguna parte de la casa, el sol seguía subiendo, y yo tenía que moverme.

  No me preocupé por el colchón. Mamá ya estaría demasiado enfadada por el esmalte, no creía que el colchón enfrente de su casa cambiara mucho las situaciones.

   Comencé a caminar hacia el bordadillo de la casa, sacudiendo mi ropa y agitando mis pies para sacar la arena de mis botas. Justo cuando levanté la mirada hacia lo que daba a la calle de mi casa, pegué mi cuerpo contra la parte trasera de mi pasa:

   Eric, Nick y Hunter estaban hablando, recargados contra el carro de Eric que siempre estaba estacionado a solo algunos centímetros de mi casa y los matorrales, en su cajón de estacionamiento.

   Genial, era un genio.

    Pude simplemente salir de mi casa y ellos no lo hubieran notado.

    Toda la operación suicida no había sido para nada.

    Estaba podrida. ¿Cómo iba a entrar a la casa ahora?

   Lentamente, me despegué de la parte trasera de mi casa, y corrí hacia la parte trasera de la casa de Eric. Viendo de soslayo hacia donde estaban los chicos localizados, hice contacto visual con Nick.

   El asintió, entendiendo mi movimiento.

   Con aun más lentitud, cautela  y una circunspección exagerada, caminé de puntillas hacia el porche de Eric, sin dejar de ver el cuerpo de Eric por detrás para asegurarme de que, si el volteaba, yo podría bajarme y esconderme.

   Esa fue la primera vez de muchas que logré llegar hacia un lugar, sin golpearme con algo, sin llamar la atención de un individuo, o tirarle un colchón a alguien sobre su cuerpo. Subí con discreción las escaleras de madera de su porche, haciendo que las escaleras crujieran bajo mi peso. Cuando puse la mano sobre la perilla de su puerta, solo rogué a mis adentros que Eric fuera demasiado tonto como para dejar la puerta abierta.

1. Venturas de la vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora