3| Un mausoleo de recuerdos

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    Un palacio de coral y alabastro, con altos techos de tejas rojas que parecen tocar el cielo caribeño. Sus paredes, de un blanco inmaculado, reflejan la luz del sol con un resplandor casi celestial. Los balcones, adornados con intricados hierros forjados, parecen alas de mariposas detenidas en el tiempo. Las puertas de madera maciza, talladas con primor, son guardianes silenciosos de historias y secretos de antaño.

    Sin embargo, en este esplendor, la casa está envuelta en un manto de luto profundo. La brisa que sopla entre sus corredores lleva un susurro de tristeza, como un llanto ahogado entre las sombras. Las cortinas de terciopelo negro, que cuelgan pesadamente de las ventanas, ondean como banderas de duelo, cubriendo los rayos de sol con un velo de melancolía.

    En el centro del patio interior, donde antes brotaba la risa infantil y el murmullo de la vida, ahora reina un silencio sepulcral. La fuente de mármol, que solía cantar con el chapoteo del agua, se ha secado, sus lágrimas petrificadas en un lamento eterno. Las flores, otrora vibrantes y coloridas, han cerrado sus pétalos, vestidas de un luto respetuoso, marchitas por la pena inconsolable.

    Las habitaciones, ricamente decoradas con muebles de caoba y sedas lujosas, parecen haber perdido su brillo. Un velo invisible cubre cada rincón, como una niebla de tristeza que impregna el aire. En la habitación del bebé, la cuna permanece vacía. Los juguetes, que alguna vez fueron instrumentos de alegría, yacen en silencio, como pequeños recuerdos de un futuro que se desvaneció.

    Así, esta hermosa casa cubana, tan llena de historia y de vida, se convierte en un mausoleo de recuerdos. Un testigo silencioso del dolor más profundo, guardando en sus muros la memoria de una pérdida que ni el tiempo podrá borrar.

    Un delicado y frágil capullo de rosa, que apenas ha comenzado a abrirse, arrebatado por una brisa inesperada antes de poder florecer plenamente. En la casa señorial, con paredes de un blanco inmaculado y balcones de hierro forjado, la noticia se propaga como el eco de una campana en una mañana serena.

    La madre, vestida de un negro profundo que contrasta con su pálida piel, sostiene entre sus manos un pequeño bulto, envuelto en finos encajes blancos, como si llevara una joya rara y preciosa, demasiado frágil para este mundo. El padre, con ojos oscuros que ocultan océanos de tristeza, se mantiene erguido, el peso de su dolor sostenido por la dignidad de su posición.

    La familia y los amigos se reúnen, formando un círculo de respeto y solemnidad, como pétalos de una flor alrededor de su centro. El sacerdote, con su sotana oscura, entona oraciones que flotan en el aire como susurros de viento, pidiendo al cielo que reciba a este alma pura. Velas blancas arden en silencio, sus llamas temblorosas reflejando la fragilidad de la vida.

    El pequeño ataúd, un capullo cerrado, es llevado con reverencia hasta el carruaje, que lo transportará a su lugar de descanso final. Mientras se aleja, el sonido de los cascos de los caballos resuena sobre las calles adoquinadas, cada golpe una nota en la sinfonía de la despedida.

    En el cementerio, bajo la sombra de antiguos cipreses, una caja vacía es depositada en la tierra, un regreso a los brazos de la madre naturaleza. La familia se mantiene unida, como un rosal enfrentando una tormenta, cada lágrima cayendo como una gota de lluvia, regando la memoria de un futuro que nunca será. Así, en un acto de amor y pérdida, el ciclo de la vida y la muerte continúa, enredado en las raíces profundas de la historia y la tradición.

    Catalina contempla con el corazón oprimido el sombrío ritual que su familia lleva a cabo para despedir a su pequeño hermano. Sus ojos son como dos pozos oscuros, llenos de una tristeza que parece no tener fin, mientras observa cómo el incienso se eleva en volutas hacia el cielo, llevándose con él las últimas esperanzas de sus padres.

Mar Pacífico [Libro I: Cuba] BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora