4| Doce vueltas a la ceiba

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    En la calidez sofocante de una noche habanera, la luna llena se desliza entre las sombras de las palmeras como una amante furtiva, iluminando la opulenta mansión con un resplandor plateado. 

    En una habitación adornada con cortinas de encaje y muebles de caoba, una joven de ojos resueltos y cabello largo como ríos de ébano se mira al espejo por última vez. Con manos temblorosas pero decididas, toma unas tijeras doradas, reflejando destellos de la luna, y corta sus mechones uno a uno, cada hebra cayendo al suelo como las hojas de un libro olvidado.

    Se viste con ropa de hombre, escondiendo su feminidad bajo capas de lino y algodón. Con el corazón acelerado y los labios sellados por un juramento secreto, avanza en silencio por los pasillos, esquivando las miradas de los cuadros familiares que parecen observarla con ojos de siglos pasados.

    Llega al cuarto de su madre, que duerme bajo un dosel de seda. La joven se inclina, besa suavemente la frente de la mujer que la había criado con un amor inquebrantable.

     Manuela carga un enorme peso en su corazón. Por un lado, su esposo que había aceptado la muerte de su bebé, y por el otro, su hija mayor que es capas de ir hasta las fauces del nido de un dragón por salvar a su familia. No tiene lágrimas para llorar, ni voz para gritar. Acorralada contra la espada y la pared, su única opción.

    Su mayor bendición. Manuela sabe que su hija está bendecida por las dueñas de los mares. Que su nacimiento estuvo guardado entre las estrellas de los cielos. Que su destino está marcado. Que su lucha recién comienza. Cuánto le hubiese gustado sentirse más fuerte para poder ayudarla.

    Su cuerpo cansado por un reciente parto. Todos decían que no sobreviviría a su segundo  bebé. Pero cómo negarse a traer la vida al mundo, cómo querer borrar lo que ya estaba escrito. Su sueño siempre fue llenar la casa de risas de niños, muchos niños. 

    Catalina, cuánto dolor pasó tu madre para traerte al mundo, para escuchar tu llanto y saber que estabas viva. A pesar de que la partera le había dicho que perdería su barriga. Manuela no se rindió. Fue corriendo al río, al menos la velocidad que le permitieron sus pies y le hizo una promesa a su diosa:

    «Yemayá, ayúdala. Protege a mi hija».

    Al sentir el toque en su hombro derecho, la madre abre los ojos, sobresaltando a Catalina la toma de su mano, susurra con la voz quebrada por el peso del conocimiento:

    —Tráelo de vuelta, mi niña. Tráeme a tu hermano.

    Mientras decía esto, la madre puso un pequeño zapatico en las manos de su hija, un símbolo de esperanza y un rastro hacia el niño perdido. La chica lo aprieta contra su pecho, asintiendo con solemnidad antes de deslizarse en la noche, sus pasos firmes y su misión clara. Las estrellas se convirtieron en testigos silenciosos de su valentía, mientras el viento susurra promesas de regreso y el eco de su determinación resuenan en la antigua ciudad.

    Catalina avanza decidida hacia la majestuosa ceiba, cuyas raíces profundas parecen susurrar secretos ancestrales. En sus manos, sostiene una botella de vidrio que destella con una luz interna, prisionera de su propia magia.

    La ceiba, erguida como un centinela inmortal en la noche cubana, extiende sus ramas como brazos protectores, creando un santuario natural bajo su copa. Catalina, consciente del poder que residía en el interior de la botella, se arrodilló ante el árbol, repitiendo las palabras olvidadas por el tiempo, esas que le había dicho la hechicera para poder invocar al ser que descansa dentro del frágil contenedor.

    El aire se cargó de una energía palpable mientras el ritual progresaba. La botella vibró con una intensidad creciente, como si el ser mágico respondiera al llamado de Catalina. De repente, un destello de luz escapó del vidrio, proyectándose hacia el cielo estrellado, y el ser mágico comienza a despertar cuando la chica retira el tapón de la botella. 

Mar Pacífico [Libro I: Cuba] BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora