8| Flor pálida

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Hallé una flor

Un día en el camino

Que apareció marchita y deshojada

Ya casi pálida, ahogada en un suspiro.


Me la llevé a mi jardín para cuidarla

Aquella flor de pétalos dormidos

A la que cuido hoy con todo el alma

Recuperó el color que había perdido.


Porque encontró un cuidador que la regara

Le fui poniendo un poquito de amor

La fui abrigando en mi alma

Y en el invierno le daba calor.


Para que no se dañara

De aquella flor hoy el dueño soy yo

Y he prometido cuidarla.


Para que nadie le robe el color

Para que nunca se vaya...


✍🏽 Polo Montañés

*El cantante cubano favorito de mi abuela


    En una noche sofocante del Caribe, bajo un cielo tachonado de estrellas que parecen diamantes en un manto de terciopelo negro, Isabella se encuentra en un rincón apartado del bullicio de la plantación.

    Su piel, bronceada por el sol y suavizada por el aire salado del mar, reluce con un brillo dorado bajo la luz plateada de la luna.

    A pocos metros de ella, un negro africano, con la piel del color del ébano más profundo, se acerca sigilosamente.

    Sus músculos definidos se mueven con la gracia de un felino, y sus ojos, oscuros como la noche misma, destellan con una intensidad abrasadora.

    El aire entre ellos vibra con una energía palpable.

    Una conexión entre ellos vibra con una energía palpable, una atracción magnética que desafía las cadenas invisibles de su realidad.

    Isabella, con su cabello ondulado cayendo como cascadas sobre sus hombros, siente su respiración acelerarse cuando él se detiene frente a ella. Juan, siendo preso de la ilusión en la que está atrapado en su mente, se entrega a su primer amor.

    Isabella fue su flor pálida, fue la fragancia dulce y distintiva de la mariposa. Su flor de jengibre. Su gardenia que solo se cultiva en jardines por su extrema belleza, y aroma.

    Tan elegante como una rosa blanca.

    Tan trepadora como la flor de jazmín.

    Sus pétalos blancos como la nieve desplegados con una gracia sutil y una fragancia que embriaga los sentidos. La gardenia, con su delicadeza etérea, se asemeja a la piel de la mulata, cuya tez es una mezcla armoniosa de ébano y marfil, reflejando la convergencia de dos mundos.

    Cada pétalo de la gardenia, perfecto en su forma, recuerda la belleza innata de sus rasgos, finos y expresivos, como tallados por la mano de un artista inspirado por la naturaleza misma.

    Al igual que la gardenia se alza orgullosa entre el follaje, la mulata cubana camina con una elegancia innata, su porte erguido y su andar cadencioso como una danza perpetua que atrapa la mirada de quienes tienen la fortuna de contemplarla.

Mar Pacífico [Libro I: Cuba] BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora