13| Las perlas del Caribe

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    Catalina se encuentra en medio de un espacio que parece flotar entre el presente y el pasado, un limbo de recuerdos y emociones.

    A su alrededor, los colores y las formas son borrosos, como si la realidad se hubiera convertido en una pintura impresionista.

    De repente, la simulación la empuja hacia un salón gigantesco, iluminado por cientos de candelabros que cuelgan como estrellas del techo.

    El murmullo de la multitud es lejano, como un eco que resuena en una cueva profunda.

    Está allí, en el centro de todo, su vestido de seda blanco ondeando como las alas de un ave que no sabe si emprender vuelo o caer.

    El silencio de la expectación la envuelve, y cada movimiento suyo se siente amplificado, como si el más leve temblor de su mano fuera una vibración en todo el salón. Los rostros, de repente nítidos, se giran hacia ella como si fueran máscaras que buscan descubrir su esencia.

    Sus pensamientos son un torbellino, y el tiempo parece ralentizarse.

    Es el mismo instante que vivió años atrás, pero ahora, en esta simulación, todo es aún más intenso, más visceral.

    Esa noche había sido su primer baile, donde dio su primer beso a escondidas. Cuando atrapó a la hermana menor de los Arteaga fornicando con el hijo del coronel español en la parte trasera de la casa.

    La música comienza a sonar, suave como un susurro al viento, y ella se da cuenta de que este es el momento en el que debe decidir si encajar en el molde que le ofrece la sociedad o romperlo y ser dueña de su destino.

     El gran salón de la mansión colonial resplandece bajo el tenue fulgor de los candelabros que, como constelaciones suspendidas en la bóveda del techo, vierten una luz cálida sobre los presentes.

    Las columnas de mármol se alzan como guardianes silenciosos de una época dorada, mientras los músicos, impecablemente vestidos, afinan sus instrumentos en la esquina de la sala, preparándose para anunciar el momento más esperado de la noche.

    El murmullo elegante de los asistentes, vestidos con sedas y encajes, llenan el aire con una mezcla de excitación contenida y curiosidad.

    Todos saben que aquella noche será recordada, no por las conversaciones banales ni por el fino champán que fluye como el río Almendares tras una lluvia tropical, sino por la entrada de Catalina, la joya de la familia más noble de La Habana.

    De pronto, las puertas talladas del salón se abren con un suave susurro, como si la misma brisa marina las hubiera empujado.

    Todo queda en suspenso, los abanicos dejan de agitarse y las miradas, hasta entonces dispersas, convergen hacia el umbral.

    Allí, enmarcada por la grandeza de la entrada, aparece Catalina.

    Alta como las palmas reales que se mecen en las plantaciones de su familia, su porte reflejaba una seguridad majestuosa que no necesita palabras.

    Su cabello rubio, como hilos de oro pulidos por la luz del sol tropical, caen en suaves ondas hasta rozar sus hombros, destacando sobre la palidez marmórea de su piel.

    Su vestido, de un blanco puro que rivaliza con las perlas del Caribe, está adornado con bordados de plata y encajes tan finos que parecen ser tejidos por manos etéreas.

    Con cada paso que da, el crujido delicado de sus zapatillas de satén resuenan como el eco de las olas besando suavemente la costa. La multitud, cautiva, la observa con una mezcla de asombro y admiración, como si una musa del Olimpo haya descendido a la isla para regalarlos con su presencia.

Mar Pacífico [Libro I: Cuba] BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora