6| El niño del diente largo

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    En la espesura de la noche oscura y cargada de misterio, el monte respira con el ritmo pausado de los nocturnos secretos. La luna, pálida como un suspiro, apenas asoma entre las copas de los árboles, pintando sombras largas y sinuosas sobre la tierra húmeda. Ilumina con su tenue resplandor el monte.

    Entre la penumbra, dos figuras avanzan con cautela, como si fueran intrusos en el reino de la noche.

    El primero, un joven de apariencia delicada y grácil, cuyas facciones parecen esculpidas por la mano de un artista enamorado de la belleza femenina. Su andar es como una danza suave entre las sombras. Viste ropas que, aunque desgastadas, mantienen un aire de elegancia, acentuando su porte casi etéreo.

    Es Catalina, una chica de espíritu intrépido que había dejado atrás los vestidos de seda y los corsés para enfundarse en ropas masculinas. Su chaqueta de cuero, raída por el tiempo y las aventuras, y los pantalones de algodón, manchados de barro, la hacían pasar desapercibida entre los hombres, pero era su determinación lo que realmente la diferencia.

    Su cabello, cortado con unas tijeras de manera apresurada, esconde su feminidad bajo un sombrero, apenas se adivina en la oscuridad, y sus ojos, centelleantes de audacia, exploran el entorno con una mezcla de precaución y curiosidad.

    A su lado, un güije avanza casi sin hacer ruido, su esbelta figura apenas visible bajo la luz de las estrellas. Con la piel oscura como la misma noche y ojos tan brillantes como luciérnagas, el güije parece ser parte del monte mismo. 

    Sus movimientos son ágiles y fluidos, como si se deslizara sobre el terreno, y cada paso que da parece resonar en armonía con los susurros del viento entre las hojas.

    Un güije de estatura imponente y piel oscura como la noche misma camina con pasos firmes y seguros. Es un ser de leyenda, cuya altura de 1.87 metros lo hace parecer un gigante entre los espíritus. 

    Su cuerpo robusto y musculoso contrasta con la delicadeza de su compañero, y sus ojos, brillantes como dos brasas, observan cada sombra.

    El monte susurra historias viejas y nuevas mientras avanzan, y fue en ese susurro que ambos escuchan un llanto.

    De repente, el tranquilo ritmo de la noche se quiebra con el grito desgarrador de un niño. El sonido, lleno de miedo y desamparo, se extiende como una sombra sobre los corazones de Catalina y su compañero.

    Sin pensarlo dos veces, el joven afeminado y el guije decidieron seguir el sonido, movidos por la compasión y el instinto protector que los unía.

     Es el llanto de un niño, frágil y desesperado, que perfora la tranquilidad nocturna como un cuchillo afilado.

    Sin vacilar, Catalina siente un impulso irrefrenable siendo avasallada por el recuerdo del llanto de su hermanito pequeño hace que se remueva todo su pecho y, sin pensarlo dos veces, corre en dirección al lamento. 

    Sus botas pisotean las ramas caídas y el follaje, pero ella no se detiene. Cada paso que da los acerca más a la fuente del lamento, y la oscuridad parece abrirse ante ellos, mostrando el camino.

    La luna, como testigo silencioso, parece iluminar su camino, guiándola hacia el origen de aquel sonido que desgarra la serenidad de la noche.

    El güije, sigue de cerca a Catalina, sus ojos relucientes escudriñan la oscuridad en busca del niño. Juntos, avanzan como una sola entidad, unidos por un propósito más allá de lo evidente. La noche, aunque espesa y llena de enigmas, no podía detener la determinación de Catalina ni la astucia del güije.

    Al llegar a un claro bajo la luz plateada de la luna, encontraron al niño, una pequeña figura acurrucada junto a un árbol, sus sollozos resuenan con una vulnerabilidad que parte el alma. Catalina, con su corazón latiendo con fuerza, se acerca con suavidad, sus manos, ásperas por las aventuras, se tornan suaves al tocar al niño.

Mar Pacífico [Libro I: Cuba] BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora