5| Los sonidos del campo

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    El campo es un vasto lienzo verde, pintado con los pinceles del tiempo y la naturaleza. Sus paisajes son un mosaico de tonos esmeralda y jade, donde los campos de caña de azúcar se extienden como interminables olas verdes, ondulando suavemente bajo el sol tropical.

    Los tallos altos y esbeltos, repletos de hojas afiladas, se mecen al compás del viento, susurrando secretos ancestrales y promesas de dulzura.

    Entre estas olas verdes, se alzan majestuosos los palmares, sus troncos altos y delgados, coronados por frondas que se abren como abanicos gigantes, ofrecen sombra y refugio a los trabajadores exhaustos.

    Las palmas reales, orgullosas y erguidas, son guardianas silenciosas de la tierra, sus siluetas recortadas contra el cielo azul, observan desde su altura el ritmo incansable de la vida rural.

    A lo lejos, el paisaje es interrumpido por las casonas de las haciendas, edificaciones coloniales de paredes encaladas y techos de tejas rojas, que se destacan como manchas de civilización en medio de la vasta naturaleza.

    En sus patios interiores, las fuentes de agua cantan melodías refrescantes, mientras los patios son testigos de la vida cotidiana, con mujeres ataviadas en vestidos de algodón y hombres con sombreros de ala ancha, siempre ocupados en sus labores.

    Los ríos y arroyos serpentinos cruzan el campo como cintas de plata, sus aguas cristalinas reflejan el cielo y las copas de los árboles. Estos cuerpos de agua son el alma del paisaje, brindan sustento y vida a toda criatura que se acerca a sus orillas.

    Los sonidos del campo son una sinfonía natural: el canto de los pájaros que celebran cada amanecer, el croar de las ranas al anochecer, y el murmullo constante de los insectos que llenan el aire.

    Los trabajadores cantan canciones que hablan de esperanza y resistencia, sus voces mezclándose con los sonidos del machete cortando la caña y el crujido de las carretas de madera sobre los caminos de tierra.

    En el horizonte, las montañas se alzan como gigantes dormidos, cubiertas de un manto verde oscuro, custodiando el campo y recordando a todos la majestuosidad y la eternidad de la naturaleza.

    Estos montes son el último refugio de la biodiversidad, hogar de animales salvajes y plantas exóticas, un recordatorio constante de la riqueza y la fragilidad del entorno.

    Es un poema visual, una composición de colores, sonidos y texturas, donde la vida florece en un ballet eterno, guiado por las manos laboriosas de sus habitantes y la generosidad de la madre tierra.

    En el vasto lienzo del campo, donde el sol derrama su luz dorada sobre un paisaje verde y ondulante, se despliega una escena de contrastes y maravillas. Una joven de clase alta, transformada en un enigma visual por su atuendo masculino, camina con la elegancia de una mariposa disfrazada de halcón. 

    Su porte es firme y decidido, pero sus ojos revelan la chispa traviesa de quien ha descubierto un secreto prohibido.

    A su lado, un moreno de piel luminosa, no solo por el reflejo del sol, sino por la esencia mágica que emana de su ser, camina como si fuera una sombra viviente, una criatura de cuentos antiguos que desafía la realidad con cada paso. 

    Sus movimientos son tan fluidos como el agua, y su presencia añade un toque de misterio al lugar, como si el aire a su alrededor vibrara con un susurro de viejas leyendas y canciones olvidadas.

    Juntos, atraviesan el campo cubano, donde los colores vibrantes de las flores silvestres y el susurro del viento en los cañaverales crean una sinfonía visual y sonora. La joven, con su disfraz de varón, y el moreno, con su aura sobrenatural, se mueven en armonía, como notas de una melodía que solo ellos pueden escuchar. 

    En este rincón de Cuba, donde el tiempo parece detenerse, se dibuja una historia de audacia, magia y libertad en cada paso que dan sobre la hierba esmeralda.

        En la vasta extensión del campo cubano, los rayos dorados del sol se derraman a través de las hojas de los majestuosos palmares, pintan sombras danzantes sobre el camino de tierra. 

    El aire está cargado con el aroma dulce de la caña de azúcar y el canto de los sinsontes llena la atmósfera, creando una sinfonía natural.

    Caminan juntos, una pareja dispar pero armoniosa. 

    Por un lado, la chica de movimientos gráciles, cuya piel tiene la suavidad del terciopelo y cuyas palabras caen de sus labios como melodías delicadas. Su cabello, rizado y brillante, cubierto por un pequeño sombrero de paja, es una corona de oro bajo el sol. 

    Y sus ojos, tan expresivos como el cielo al amanecer, reflejan la curiosidad y la maravilla de un niño.

    A su lado, el hombre moreno de gran altura y porte, cuya presencia es tan imponente como la de una ceiba centenaria.

    Su piel es del color del ébano y sus músculos, cincelados por la naturaleza misma, parecen contener la fuerza de un huracán. Sus ojos, profundos y sabios, brillan como carbones encendidos, y su voz, cuando habla, resuena como el trueno en la distancia.

    Mientras caminan, la chica habla con entusiasmo, sus manos moviéndose en el aire como mariposas. "¡Mira cómo el sol juega entre las hojas! Es como si el cielo estuviera pintando un cuadro solo para nosotros."

    El Güije, con una sonrisa serena y una voz que parece surgir de las entrañas de la tierra, responde: "El sol y la tierra siempre han bailado juntos, joven. Y nosotros, simples espectadores, somos bendecidos por su danza eterna."

    Catalina, con los ojos brillantes, salta ligeramente sobre una roca, sus movimientos llenos de una gracia innata. "¿Cómo es ser parte de estas tierras, conocer cada rincón y cada criatura? Debe ser maravilloso."

    Añade la chica sin poder contener su sincera alegría y admiración hacia el paisaje que está apreciando.

    El Güije, con una mirada que puede ver más allá de lo evidente, asiente lentamente. "Es un privilegio y una responsabilidad. Estas tierras tienen vida propia, y cada ser, cada planta, tiene una historia que contar. Escuchar sus voces es un regalo que pocos aprecian."

    La chica, llena de asombro, observa a su acompañante con admiración. "Me gustaría escuchar esas historias, aprender a ver el mundo como tú lo ves."

    El Güije, con una risotada suave que resuena como el viento entre los árboles, le puso una mano en el hombro. "Cada uno tiene su propio camino para descubrir. Pero si escuchas con el corazón y observas con el alma, las historias del mundo se abrirán para ti."

    Mientras continuan su caminata, Catalina sigue haciendo preguntas, y él responde con paciencia y sabiduría. 

    Caminan juntos, dos almas diferentes unidas por el amor a la naturaleza y el deseo de salvar a esos nueve bebés. El sol siguió su curso en el cielo, y el campo cubano, testigo silencioso de esta peculiar amistad, susurra sus propios secretos en el viento.


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