9| Lágrimas saladas

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    Su piel, de un tono cobrizo acariciado por la luna, brilla como el oro más puro.

    Desnuda, desafiante ante el viento frío que recorre su cuerpo, se convierte en un símbolo viviente de resistencia y esperanza.

    Sus ojos, dos faros oscuros en la penumbra, están llenos de lágrimas que no son de tristeza, sino de una felicidad profunda y liberadora. Cada gota que cae es un testimonio de sufrimiento pasado y de la fortaleza conquistada.

    Con voz temblorosa al principio, pero ganando fuerza con cada nota, comienza a cantar un himno de libertad.

    Su canción es un río de melodía y emoción, fluyendo con la fuerza de una corriente que no puede ser contenida.

    El sonido de su canto es como un eco de tambores lejanos, retumbando en el alma de quienes la escuchan. La melodía, impregnada de anhelos y sueños, se eleva hacia las estrellas, buscándolas como aliadas en su proclama de emancipación.

    Las estrellas, como ojos brillantes en el firmamento, parecen asentir y parpadear en respuesta, cobijándola con su luz tenue y reconfortante.

    A su lado, Juan, entregado y derrochando felicidad plena, se une a su canto.

    Su voz profunda y resonante complementa la suya, creando una armonía que desafía la opresión y celebra la unión. Ambos, con los ojos cerrados y el corazón abierto, sienten que en ese instante todo ha valido la pena.

    La espera, el dolor, las cadenas invisibles que aún los atan, todo se desvanece ante el poder de su canción.

    La noche fría, que hasta entonces había sido un manto de silencio y oscuridad, se convierte en un espacio sagrado, donde la esperanza y la libertad danzan juntas.

    La mulata y el africano, cantando con total pasión, son el latido de una tierra que clama por justicia, una sinfonía de libertad que resuena a través del tiempo, inmortalizando ese momento de triunfo y redención.

    Ella, con su piel de bronce pulido y ojos que guardan la melancolía del océano, camina con la gracia de una pantera bajo la sombra de los ceibas. Su cabello, negro como la noche sin estrellas, se desliza en cascadas sobre sus hombros, cada hebra una historia susurrada por sus ancestros.

    Él, con la piel de ébano que brilla bajo el sol tropical, tiene la estatura de un roble joven y la mirada de un guerrero que ha visto demasiadas batallas.

    Sus manos, fuertes como las raíces de un baobab, han conocido tanto el látigo como la ternura de la tierra que ahora acaricia con devoción.

    Ambos, atrapados por las cadenas invisibles del destino, se encuentran al borde de un riachuelo cristalino, donde el agua de lluvia canta una melodía de renovación y libertad. Los rayos del sol se filtran a través del dosel verde de la selva, abrazándolos con una calidez que promete nuevos comienzos.

    Ella se agacha, sus dedos tocando la superficie del agua, creando ondas que parecen bailar con alegría.

    Levanta la vista y ve en los ojos de él un reflejo de su propio anhelo: un deseo profundo de ser libres, de vivir en armonía con la tierra y entre sí.

    En ese instante, ambos comprenden que el cielo y la tierra les han concedido un santuario.

    Las plantas que los rodean, desde las delicadas flores silvestres hasta los imponentes helechos, parecen inclinarse hacia ellos, ofreciéndoles sus hojas y frutos como un regalo de bienvenida. El aire está impregnado con el aroma dulce del jazmín y la promesa de una vida sin cadenas.

    Sus corazones laten al unísono, encontrando consuelo en la certeza de que pueden tejer una nueva historia juntos.

    La lluvia, la luz del sol y la generosidad de la flora serán sus aliados.

    La naturaleza les brinda todo lo que necesitan: agua pura para saciar su sed, plantas nutritivas para alimentar sus cuerpos y un sol radiante que ilumina su camino.

    Desnudos como el día en que nacieron, flotan en el agua, abrazados por una quietud que no es de este mundo, el silencio roto solo por el susurro de las hojas y el murmullo del agua al besar sus cuerpos.

    Ellos no son esclavos aquí, en este refugio; son Adán y Eva en un Edén que han reclamado como propio, aunque sea por unos instantes robados.

    Cada gesto, cada mirada, habla de una libertad que les fue arrancada pero que, en este lugar secreto, han logrado reclamar, aunque sea por un breve y efímero suspiro de tiempo.

    Pero ese suspiro se rompe abruptamente, como un cristal que estalla en mil pedazos cuando el crujido de ramas quebradas anuncia la llegada de intrusos. Desde la espesura, emergen figuras vestidas con armaduras y corazas que brillan al sol como demonios de metal.

    Los españoles, cazadores de cuerpos, han seguido el rastro del miedo y la desesperación hasta este paraíso escondido.

    Sus ojos, fríos y calculadores, se clavan en la escena ante ellos, como buitres hambrientos que encuentran a su presa.

    La pareja, al sentir la presencia de aquellos que son dueños de sus cuerpos pero no de sus almas, se estremecen. Un instante de pánico les recorre la espina como un relámpago, y el agua que antes era su manto de tranquilidad se convierte en una prisión líquida.

    Salen del lago, sus movimientos torpes y desesperados, intentando aferrarse a la libertad que se les escapa entre los dedos como arena. Pero los españoles son rápidos y letales, como jaguares acechando a su presa en la jungla.

    El hombre, con el valor nacido del amor y la desesperación, intenta proteger a su compañera, colocándose entre ella y sus captores. Pero la desigualdad de fuerzas es brutal. Un golpe certero lo derriba al suelo, y el eco de su caída resuena en la selva como un lamento de la tierra misma.

    La mujer, con lágrimas en los ojos y un grito que se ahoga en su garganta, corre, sus pies descalzos levantando polvo en su frenética carrera.

    No obstante, la esperanza es vana.

    La caza termina pronto; una red de cuerdas la atrapa, y sus gritos se funden con los sonidos del bosque, volviéndose uno con él.

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