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Abro la puerta y ahí está mi madre, una mujer de sesenta años pero bien cuidada para su edad. Con su tinte rubio para tapar las canas y pelo corto moldeado un poco más arriba del hombro. Lleva puestos unos pantalones de pinza color beige y una camisa gris de seda arremangada hasta los codos y metida por dentro del pantalón. A este lo tiene sujeto más arriba de la cintura con un cinturón gris como la camisa, diría yo que al estilo de los 60/70 y que ahora en el 2017 vuelve a marcar la moda. De zapatos calza unos tacones bajitos también grises, de esos que están muy poco descubiertos por delante, asomando solo el dedo gordo del pie. Su cara bien maquillada y bien perfumada con su perfume favorito Agua de Rosas de Adolfo Domínguez.

Siempre ha sido muy presumida, y le fascinaba cambiar de bolso (creo que aún sigue igual). Recuerdo que mi padre odiaba ir de compras con ella y al final optó por llamarme a mí para que la acompañara, hasta que pasó lo de Oliver. Fue ahí cuando me distancié de ella.

—Mamá, no te esperaba tan temprano, ¡qué ganas tenía de verte! —le digo con emoción.

—Quise llegar temprano, por si hubiera que ayudar con los preparativos del cumpleaños de mi nieta. Y también pasar el día con vosotras. ¡Dale un abrazo a tu madre, anda! —me abre los brazos y las dos nos abrazamos con fuerza. Hace como tres meses que no nos veíamos.

—¡¿Y papá?! ¿No ha venido contigo? —le pregunto despegándome de ella y veo que su rostro se endurece y se pone serio.

—Vendrá por la tarde. Pero no me hables de él, a ese viejo cascarrabias no hay quien lo aguante —dice bastante molesta.

—¡Mamá! ¿qué os ha pasado? —inquiero con preocupación, pero seguro que es uno de sus berrinches y luego siguen como si nada.

—Nada, que desde que cumplió los sesenta no hace más que gruñir y se le ha metido en la cabeza vender la casa para irnos a vivir a un apartamento. «¡Que la casa es muy grande para nosotros dos!» —añade con rabia —Tú sabes que esa casa es mi vida entera. Tengo muchos recuerdos buenos de ella y no pienso venderla...Si no la quiere, que se vaya él. Pero a mí no me saca ni con agua caliente. Antes muerta.

No puedo evitar reírme.

—Intentaré que cambie de idea, mamá. Te lo prometo, sé lo que significa para ti esa casa, y cuánto disfrutas cuidando las flores de tu jardín —le digo con ternura.

—Pues a ver si convences al cabeza hueca de tu padre, porque cuando se le mete algo en ella, no hay quien lo baje del burro —menea la cabeza con gesto de desaprobación.

—No te preocupes, hablaré con él. Anda, ven a la cocina, me gustaría que me ayudaras a preparar la tarta. Es algo que no me atrevo a hacer sola.

Suelta el bolso en el perchero y me sigue hasta la cocina.

—¿Y Maya? ¿Está dormida? —pregunta mirando a su alrededor.

—No, ha salido. Tenía que comprar unas cosas, me dijo.

—¿Tan temprano? —pregunta extrañada. Conociéndola le resulta raro.

—Va a desayunar antes con Daniela.

—Ah, bien, pues aprovechemos y preparemos la tarta ahora que no está. Cuanto menos vea, mejor. ¿Tienes todos los ingredientes?

—Sí, aquí están todos —digo sacándolos del armario.

—Bien, pues manos a la obra.

A mi madre siempre se le ha dado bien elaborar pasteles. De pequeña yo disfrutaba mirando cómo los preparaba para el restaurante y siempre me ofrecía a ayudarla. «El cocinar no es difícil si se hace con amor», me decía. Con el tiempo me dije a mí misma que hay que nacer para ello, y me di cuenta de que solo tenía paciencia y amor para escribir. A mí siempre se me quemaba o me salían demasiado blandengues y me acababa rindiendo optando por ser solo su pinche.

Cuando sacamos la tarta del horno para enfriarla, nos echamos en las tumbonas del jardín. Empiezo a contarle todo lo de estos días. Sin entrar mucho en detalles con lo de Joel, claro. Le cuento la conversación que tuvimos Maya y yo con respecto a mi aburrida vida y que ella me acabó convenciendo para que saliera por fin de casa. Nos reímos al contarle lo que Maya me dijo de que su abuela tenía razón cuando decía que me hacía falta un novio. Le comento la salida con las chicas al centro comercial y el percance que tuve cuando casi me roba un menor. Y que, gracias a un joven policía que andaba por allí, el atracador fue detenido.

Después le digo que el joven policía resulta ser mi nuevo vecino, el hermano del anterior, y que se llama Joel (pienso qué habrá sido del hermano). Cuando le menciono a Joel y le enseño el bonsái que me regaló, me presta atención aún más interesada. No le cuento mi salida con él a aquél bar rodeado de montañas al que me invitó a comer, porque entonces me estaría interrogando como una de esas de los programas rosas de Telecinco. Aunque parece que no ha hecho falta decirlo.

—Conque Joel, ¿eh? Me da la sensación de que habrá algo más allá. Si es que no lo hay ya —me guiña un ojo.

—No, mamá, solo es... un amigo. Ah, y vendrá al cumpleaños de Maya. Lo invité en señal de agradecimiento por detener a aquél chico.

—Sí, claro —me mira incrédula.

—Mira, mamá, piensa lo que quieras, pero es solo un amigo, ¿vale? —pongo los ojos en blanco —Y cállate, vive aquí al lado —digo en voz baja señalando con la cabeza hacia su casa.

—Interesante —ríe jugando con uno de sus mechones rizados.

Es uno de los momentos en los que necesito fumarme un cigarro, me lo saco del bolsillo del pantalón del pijama y me lo enciendo.

—Deberías dejar de fumar —me advierte mirando con cierto asco el cigarrillo.

—Solo fumo uno u dos al día.

—Solo me preocupo por la salud de mi única hija.

—Ya, lo sé. Oye, mamá, hay algo que no te he contado —acentúo cambiando de tema y le cuento lo del misterioso muchacho que está conociendo Maya y que me lo presentará hoy en la fiesta. Le digo que me imagino que es Jonás, pero que no estoy muy segura.

—Esta va más rápido que tú —suelta una carcajada sonora —. Me parece buen chico, y buen estudiante. Me gusta para mi nieta. Además, conocemos a su familia desde hace años y son buenas personas.

—Espero que no se equivoque. No quiero que le hagan daño —respondo preocupada.

—Cariño, todavía es joven y no tiene experiencia. Si se equivoca aprenderá de ello. Es una chica lista.

—Cuando Maya cumplió los trece y le vino por primera vez la regla, sentí mucho miedo, mamá. Y pena. La vi crecer tan rápido que mi miedo se incrementó. Entonces entendí lo que tú sentías por mí cuando yo tenía su edad —reconozco.

—Por eso te decía que algún día lo entenderías. Y mira por dónde —dice con orgullo —. Esas somos las madres.

—¡Abuela! —grita Maya saliendo a nuestro encuentro.

—¡Oh, mi muchacha! Ya eres toda una mujer. Pareces una modelo de revista —se dan un fuerte abrazo con admiración.

—Tú también estás muy guapa, abuela. Te quiero a reventar —y le da un beso sonoro en la mejilla que a mi madre le emociona.

—Yo sí que te quiero, cariño.

—¿Y el abuelo?

—Vendrá a la tarde —contesta resoplando.

—Hoy comeremos las tres juntas. Chicas solas —digo antes de que mi madre suelte lo de la peleíta con mi padre.

—Chachi —aplaude Maya con ilusión.

—Ven, te enseñaré lo que te he traído para que te pongas después con tu vestido —agrega mi madre cogiéndole de la mano.

Yo soy NoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora