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-¡Santo dios, Nora! Mira a tu hija -alza la voz mi madre con emoción de abuela orgullosa.

Me doy la vuelta para mirar hacia las escaleras. Aquella chiquilla delgadita y enclenque que parecía ser niña para la eternidad, ahora es una mujer sorprendente, con un vestido rojo pasión sin tirantes y largo hasta los tobillos, como una estrella de cine. Su pelo recogido, llevando suelto solo un flequillo hacia el lado izquierdo, con una especie de onda de los años cincuenta. al subirse un poco el vestido para bajar las escaleras, deja ver sus tacones rojos de charol. Parece una princesa de cuento. La más hermosa que he visto jamás.

-¡Hija, estás espectacular! -No consigo mediar apenas dos palabras, es increíble cómo ha pasado el tiempo viendo en la mujer que se ha convertido.

-Gracias, mamá -su cara ahora desprende una especie de emoción entrañable.

Al llegar al último escalón le tiendo la mano y veo que algo brillante cuelga de su cuello, una gargantilla que llama mi atención y que recuerdo perfectamente a quién pertenecía. Una sonrisa, acompañada de una lágrima, se me escapa con facilidad. Es la gargantilla de oro blanco, con un pequeño corazón, que perteneció a mi abuela Samanta. Una mujer que admiré y que por más tiempo que pasa nunca la olvido. De ella heredé mi pasión por la escritura. Aunque ella nunca publicó ningún libro, aún conservo sus cuadernos en los que escribía historias sorprendentes de mujeres luchadoras de su época, y que, cada vez que me las leía, era como si se describiera a ella misma y a su propia vida en aquellos tiempos de guerra. Murió de mayor en su cama, mientras escribía poemas de amor a mi abuelo, que murió de cáncer con solo cincuenta y dos años. Siempre pensé, y creí, que ella intuyó su propia muerte, y que por eso escribía su reencuentro con él. Se fue con mil historias contadas y otras mil aún por contar. Estaba llenita de anécdotas, pues fue una mujer con mucha vida y siempre le pasaban cosas divertidas.

-Me la ha regalado la abuela, era de la bisa Samanta -explica al verme paralizada mirándola con expectación.

-Lo sé, se la regaló mi abuelo al cumplir los cincuenta. No sé si la recuerdas, porque eras muy pequeña. Era una persona muy especial.

-Recuerdo que me contaba historias antes de dormir -ríe.

-No hay día que me despierte y no me acuerde de ella -dice mi madre absorta en sus pensamientos.

-Precioso detalle, mamá. Seguro que Maya lo cuidará.

-Por supuesto -asiente Maya ilusionada tocando el colgante con los dedos.

Suena el timbre de la entrada principal. El primero en llegar es mi padre.

-¡¡Abuelo!! -Maya se tira a abrazarlo.

-Pero, ¡¿qué tenemos aquí?! ¿Dónde ha ido a parar mi pequeña nieta? -bromea mi padre abrazándola fuerte.

-Hola, papá.

-Hola, hija, tú también estás guapísima -me dice y le doy un beso en la mejilla y lo abrazo con ternura.

-¿Estás bien? -me susurra al oído.

-Perfectamente.

Al mirar a mi madre veo que su cara ha cambiado por completo, pero intenta aparentar agrado a la vista de Maya.

-Un beso, cariño -mi padre actúa como si nada hubiera pasado entre ellos dos y mi madre le devuelve el beso, aunque con un poco de fastidio del que yo solo soy consciente.

-Mamá, ¿por qué no sales con Maya al jardín mientras yo cojo unas cosillas con papá? -le guiño un ojo.

-Está bien. Vamos, Maya -dice mirando de soslayo, pero obedece.

Yo soy NoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora