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Forever young comenzó a sonar en mis auriculares, y el primer acorde me envolvió como un abrazo familiar. Sabía lo que vendría, la inevitable ola de nostalgia que esa canción siempre traía consigo.

¿Se puede sentir nostalgia de algo que aun no has perdido?

Esa canción me emocionaba cada vez que la escuchaba, porque era un recuerdo de que era joven y, aunque para cualquier otro, quizás la estaba desaprovechando sin salir de casa, a mí me gustaba sentir que el tiempo no pasaba.

Recordé cómo, la última vez que estuve en casa, mi madre me miró con desaprobación cuando rechacé una invitación para salir con unos amigos. "No puedes seguir escondiéndote, Sofía", me dijo, su voz cargada de impaciencia. "La vida no te esperará para siempre". Esa frase me había seguido desde entonces, una sombra que se cernía sobre cada decisión que tomaba.

No quería hacerme mayor, porque eso significaría tener que enfrentarme a un mundo que no entendía, un mundo que parecía exigir que todos los jóvenes fueran extrovertidos, intrépidos, y siempre listos para la próxima aventura. Yo no quería salir del cascarón, no quería enfrentarme a mis problemas, y mucho menos responsabilizarme de ellos.

Mi madre siempre me repetía que no podía ser tan tímida, que así solo actuaban los niños pequeños y, de repente, empezaba a sentirme como una chica infantil incapaz de relacionarse con los jóvenes de mi edad.

Pero yo no quería ser una persona adulta —aunque acababa de cumplir los dieciocho— y quería permanecer en mi tierna edad, por mucho de que mi forma de ser no lo acompañase.

Aunque era algo que no entendía; el tener que encasillar las cosas. ¿Por qué un adolescente tenía que ser alguien que sale de fiesta, se emborracha y socializa siempre? ¿Por qué no podíamos normalizar que hay personas que hablamos poco, nos gusta quedarnos en casa y queremos sentirnos entendidos?

Quim me había sacado el tema varias veces mientras desayunábamos; que él no pensaba cómo ese chico, que para él yo no era tan tímida y que si lo era no le importaba, que no pasaba nada...

Agradecía el esfuerzo de Quim por hacerme sentir mejor, pero, al mismo tiempo, me incomodaba que entendiera tan bien cómo me había afectado aquel comentario. Era como si, al reconocer mi timidez, también estuviera confirmando que era algo que necesitaba ser arreglado, como un defecto visible para él. Me gustaba más cuando hacía ver que yo no lo era y nos divertíamos y hacíamos cosas —como él termino que tanto odio— adolescentes, o jóvenes o cualquier adjetivo que nos excusa cuando cometemos errores o tonterías.

La música seguía sonando cuando me dirigía al trabajo, un recordatorio constante de las expectativas no cumplidas. Y allí, en ese mundo de adultos en el que me sentía como una impostora, Edwin no ayudaba. Cada semana que coincidíamos, su presencia me recordaba que no importaba cuántos días pasaran, seguía tratándome como la novata tímida del primer día; me metía prisa cuando veía que los otros compañeros podían tener el ritmo que quisiesen y mientras él se quedaba en el ordenador. Me sentía frustrada e incapaz de hacer las cosas a su lado. Y si fuese poco, acababan de cambiarle su turno y ahora se dedicaba a venir cada semana por la mañana. Así que ya no tenía descansos, todas las semanas estaba él.

Esta semana trabajaba con Vanessa, mi refugio en ese caos laboral. Con ella, las horas pasaban un poco más rápido, y su compañía me daba un respiro de la constante presión que sentía bajo la supervisión de Edwin. Yo me arrimaba a ella y no me separaba hasta que era su hora de irse y buscaba cualquier otra tarea que no fuese ayudarlo a él.

Fermín, que era el que se dedicaba más a fondo en la parte de plantas, también me ponía bastante faena, pero lo hacía con tanta gracia y tan amablemente, que lo hacía con gusto.

Palabras que nunca dijeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora