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No está más rota la persona que menos habla, la que más llora o la que más se queja. A veces, la chica que siempre está riendo, que siempre habla con todo el mundo y parece que disfruta de la vida, es la que atraviesa el peor de sus momentos. Está sufriendo por partida doble, porque está triste, pero tiene que fingir que todo está bien; que está correcto, y eso es agotador.

Para mí, aquello era como un recordatorio constante de que, por muy bien que parecieran ir las cosas, siempre existía la posibilidad de que algo lo estropeara todo. Por eso nunca lograba ser feliz al cien por cien, porque sabía que, en cualquier momento, algo se derrumbaría.

Ese día, en el supermercado fue la prueba irrefutable de mi teoría.

Estábamos en nuestro mejor momento. A pesar de mi filosofía de vida, había aprendido a desconectar y vivir el presente junto a Quim. Todavía recordaba la noche del karaoke —bueno, había algunas partes que las tenía borrosas— y mi corazón se aceleraba (sigue haciéndolo) con solo pensarlo. No pasó nada entre nosotros y, aún así, sentía que estábamos más conectados que nunca.

Desde nuestra conversación, no volví a ver a ninguna chica en casa. Aunque no sabía si traía o no, yo estaba satisfecha. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Y ahí estábamos, recorriendo los pasillos de los congelados. Normalmente, Quim solía hacer las compras solo, porque conocía más ese supermercado y yo prefería quedarme en casa. Pero ese día decidí acompañarlo; quería ayudarle y pasar más tiempo con él, aunque solo fuera para cosas tan mundanas como comprar papel higiénico y helados.

Quim había bromeado sobre el hecho de que me alimentase a base de galletas, y yo se la devolví con su adicción un poco enfermiza por la pasta. Justo en ese momento, nuestro carrito chocó con otro, que lo manejaba la última persona que me esperaba ver. Con la peor persona que podía pasar.

Es un poco increíble como el destino puede jugártela así, poniendo en tu camino a personas que te esfuerzas por olvidar justo cuando parece que estás a punto de conseguirlo.

Él no se inmutó al principio; pasó su mirada de Quim a mí, y entonces me reconoció. Estaba asombrado, aunque luego pude ver una pizca de irritación que disfrazó con una cordialidad falsa. Tan evidente que ni siquiera intentó ocultarla.

Mis manos empezaron a temblar, y me agarré al carrito con fuerza, intentando disimularlo.

—Perdona, colega —se disculpó, Quim, sin darse percatarse de nuestras miradas—. Estamos un poco distraídos.

Él no me quitaba la vista de encima y pensé que si no me movía, (inútilmente) podría hacerme invisible.

Finalmente, Kevin se obligó a mirar a Quim y responderle con una calma tensa que no pasaba nada.

No era sorprendente verlo allí; solía pasar gran parte de sus veranos en un pueblo cercano a Barcelona. Sin embargo, mi mente no estaba lo suficientemente clara en ese momento para procesarlo. Quería creer que todo era una clase de pesadilla de la que pronto despertaría.

Una imagen de él se me coló en la mente: Kevin acorralándome contra la pared y gritándome con furia.

—Siempre me echabas la culpa a mí, pero tú eres el problema. ¡Siempre lo has sido! —me gritaba.

Intenté empujarlo varias veces, sin éxito. Aunque no me tocaba, sentía como su presencia invadía la mía.

—Eres una hija de puta. No paras hasta amargar a todos los que te rodean, hasta que quieren desaparecer.

Sus palabras resonaban en mi cabeza como un eco ensordecedor. No lloraba, pero un nudo en la garganta me impedía respirar. En algún momento, Kevin se dio la vuelta, y me encontré con la mirada preocupada de Quim.

Palabras que nunca dijeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora