9. Davian, ¿No Es Tan Malo?

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El antipático italiano parece no ser tan mamaguevo, ¿Será?

Zaira.

El cansancio se me notaba pero de aquí a Pekín, y eso que me bañé y me maquillé como siempre, me dolía el cuerpo en cada uno de los movimientos mientras caminaba hacia la sección para buscar los libros de inglés habituales.

Sin decir una palabra, tomé los libros y, con un suspiro profundo, me dirigí a la mesa habitual donde suelo sentarme. Allí estaba Davian, completamente absorto en su celular, me dejé caer en la silla frente a él, con el peso del día anterior matándome.

Davian bufó como si estuviera tragando vinagre, se volteó hacia mí con esos ojos de fastidio que te hacen querer soltarle una cachetada. Se entrelazó los dedos, apoyó los codos en las piernas, y me fulminó con la mirada, como si fuera a intimidarme.

Yo lo miré con la misma intensidad, pero no aguanté mucho antes de soltarle la mía—. Bueno, ¿Te debo algo o me vas a robar un beso, papito?

Él hizo una mueca de asco—. Estás más fea que nunca, Zaira.

Me reí con un toque de sarcasmo, sin ganas de seguirle la cuerda—. No, si tú eres el próximo Mister Universo—lo miré con fastidio, aguantándome las ganas de tirarle el libro.

—Al menos yo no ando con una cara que parece que me atropelló un camión o que no pegué un ojo en toda la noche.

Me sentí avergonzada, lo admito, me llevé las manos al rostro y bufé, dejándome caer en la mesa como si la vida me pesara.

—Es por mi nuevo trabajo, estoy haciendo limpieza en la casa de unos viejitos por ciento cincuenta dólares, pero esos carajos son unos déspotas.

Me tapé la cara con una mano, frotándome los ojos cansados—. No es solo limpieza, parezco la sirvienta; sirviéndoles la comida y esperando como un perro a que terminen para ver si me dejan comer algo. Ya no sé ni si vale la pena...

En eso, me di cuenta de que Davian estaba otra vez metido en su celular, como si yo no existiera. Fruncí el ceño, cogí el libro de mala gana y busqué la página donde habíamos quedado, pero la molestia no me dejaba concentrarme.

—¿Cuánto dijiste que te pagan? —preguntó él de la nada, sin levantar la vista.

Lo miré confundida, porque la pregunta viniendo de él no me cuadraba.

—¿Qué?

—¿Eres sorda? El pago.

—Primero, bájale dos, porque tú no eres mi papá—le espeté, irritada—. Me pagan ciento cincuenta dólares, ¿y?

—¿Te gusta que te exploten? —me lanzó con esa frialdad que me hierve la sangre.

Fruncí el ceño y le tiré el lápiz que tenía en la mano, me levanté como un resorte, harta de él.

—¡¿Ahora qué mierda te pasa?! —gruñó, poniéndose de pie también.

—¡¿Qué te pasa a ti?! Yo no me meto contigo y vienes a insultarme, ¿qué, te da palpitación en el culo o es que tu novia no te deja meterle mano?

Davian me lanzó una mirada que hizo que me congelara por dentro, sin decir una palabra, se acercó lo suficiente para que nuestras caras casi se tocaran, y me puso su celular frente a la cara.

—Mira, imbécil —espetó con rabia—, el trabajo que estás haciendo por ese pago de mierda es el de una sirvienta, y aun así, te están pagando menos de lo que deberían.

Lo miré confundida, intentando procesar sus palabras, pero antes de que pudiera decir algo, él continuó con su interrogatorio, su tono cargado de desprecio.

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