Capítulo 1

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Renacer.

Fina Valero.

Admito que me costó colocarme la bata y el fonendo aquella mañana. Bueno, lo cierto es que me costó entrar en el vestidor, del mismo modo que me costó llegar al hospital, subirme al autobús, desayunar e incluso levantarme. ¿Cómo no me iba a costar entrar a trabajar el último día antes de las vacaciones? Algunos dirán que precisamente eso debe ser un aliciente para levantarme con ganas de trabajar, pero el simple hecho de saber que tenía ante mí la jornada de 8 horas más una guardia, tiraba por tierra cualquier intento de ánimo.

Es que no. No podía tener ganas de enfrentarme a otro montón de horas atendiendo a pacientes y urgencias con el colapso que teníamos en el hospital, donde la mitad de mis compañeros o estaban de vacaciones o simplemente no existían porque estábamos bajo mínimos. Y tampoco me apetecía trabajar porque después de casi seis meses sin un solo día de vacaciones, por mucho que ya incluso empezara a intuir la brisa del mar en mi cara, o la escapada a la montaña que había planeado con casi dos meses de antelación, estaba completamente extenuada. Y era lunes. Y, para colmo, me había bajado la regla.

El combo perfecto para que me costase la propia vida cambiar el gesto de mi cara, y atender al primero de los pacientes con la mejor de las actitudes. O eso intenté. Y después de ese primer paciente, vino el segundo, y el tercero, el cuarto y el quinto, y luego me tomé un breve descanso para tomarme el segundo café de la mañana antes de regresar a la consulta, y volver a atender más pacientes.

Un mensaje de Carmen diciéndome que había hablado con su tía Paqui, la que vivía en Cádiz, y que esta le había dicho que teníamos su piso en la costa a nuestra disposición para el fin de semana siguiente, me ayudó a empezar con mejor humor el turno de urgencias. Y el calor de la época que provocaba la desbandada casi general de media ciudad, hizo que las primeras horas de la guardia transcurrieran sin apenas pacientes a los que atender. Un par de ancianos con golpes de calor, y algunos guiris que no entendían que el centro histórico de Toledo y llevar tacones para pasear por las calles en pleno mes de julio, no era una buena idea.

Pero algo estaba por cambiar. Algo que, desde ese preciso momento, me iba a provocar un tremendo y severo dolor de cabeza. Y, por qué no, iba a cambiar mi vida. Para siempre.

Fue a eso de las siete de la tarde.

Había logrado escaquearme unos minutos para tomarme un refresco en la sala de descanso cuando me informaron de que acababa de entrar una urgencia. Le di un sorbo exagerado al resto del refresco que me quedaba en la botella, y salí caminando con la mayor brevedad hasta la zona de triaje que recibía a los chicos de la ambulancia. Y fue allí justamente donde empezó todo.

—Mujer, unos 40-45 años. Está completamente desorientada. Hemos detectado que podría estar algo deshidratada. La hemos llevado directamente a sala de atención aguda. No tiene heridas, más que un par de rasguños en las rodillas y las manos, probablemente por una caída. —Me explicó el medico que la había estado atendiendo durante el traslado en ambulancia, mientras me dirigía hacia la sala en cuestión. —Ha sido la policía quien nos ha llamado. Estaba en el Puente de San Martin pidiendo ayuda hasta que sufrió un síncope. En la ambulancia recuperó la consciencia, pero no hemos conseguido que nos dé mucha información.

No iba a ser algo fácil.

Al llegar a la pequeña sala de atención supe que aquel caso era el complicado del día. Ese que, cuando más tranquila está siendo la jornada, hace que te tengas que activar y sacar a relucir todos los conocimientos que has ido adquiriendo desde que te lanzas a estudiar la carrera de medicina.

Bendita medicina.

—¿Qué tenemos aquí? —dije rompiendo la breve tarea que mantenían el enfermero de la ambulancia con una de mis compañeras enfermera que aquel día me acompañaba. Trataban de colocarle una vía a la paciente, que completamente paralizada observaba a ambos con pavor— Señora, ¿cómo se encuentra? —le pregunté colocándome a su lado, pero su mirada seguía fija en las manos de mis compañeros— ¿Puede oírme? ¿Puede decirme que es lo que le ha pasado? —insistí, y fue entonces cuando me percaté de su vestimenta, llamándome mucho la atención.

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