Capítulo 40

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Capítulo 40

Caos.

Marta de la Reina.

La tarde de ese martes 11 de julio fue un torbellino del que no logré escapar.

Todo lo que Jesús me había contado se instaló en mi cabeza y no me dejó prácticamente vivir. Regresar a la habitación y encontrarme a Fina ya despierta, no me ayudó en absoluto a tratar de enfrentarme a los nuevos acontecimientos con algo de raciocinio. A ella le bastó ver mi cara para saber que algo de gravedad, además de la enfermedad de Jaime, me habia sucedido. No sé en qué momento decidí contarle absolutamente todo a Fina. Quizá porque su presencia era lo único que me mantenía a flote, o porque sabía que, aunque no quisiera involucrarla, ella terminaría notando lo que me ocurría.

Se lo conté todo. Lo de Jesús, la carta... incluso lo del tío Gervasio, aunque ni siquiera sabía lo que le habia sucedido para que mi hermano lo mencionara. Fina me escuchó en silencio, con esa serenidad que siempre me transmitía cuando todo parecía desmoronarse a mi alrededor. Vi la preocupación en sus ojos, aunque intentó disimularla. No quería hacerla sentir responsable de mi tormento, pero acabé arrastrándola conmigo a ese caos, y me odié por ello.

Me había prometido que esos días serían para ella, que haría todo lo posible por hacerla feliz antes de que tuviera que regresar a su tiempo. Pero con todo lo que rondaba mi mente, no fui capaz de actuar con naturalidad. Sentía que todo lo que decía sonaba falso, como si me hubiera convertido en una versión distorsionada de mí misma, incapaz de encontrar paz.

Las dudas sobre la veracidad en las intenciones de mi hermano me resultaban imposibles de aclarar. Habia algo en mi interior que me gritaba que debía creerle, que realmente me quería cuidar y simplemente me estaba protegiendo. Su explicación acerca de los sicarios llegaba a ser creíble para mí, porque si habia algo de lo que mi hermano solía presumir en la vida, era de meterse en problemas por culpa de la ambición desmedida. Pero eso no cazaba con la poca o escasa importancia que le dio al hecho de descubrir que mi padre no tenía pensamientos de pasarle el cargo de presidente de la empresa. Habia una contradicción enorme entre esas dos circunstancias que me obligaban a seguir caminando con pies de plomo. El resto, toda la situación de la carta, en cómo según él, Teresa habia actuado a petición de mi padre para sacar información de Fina rebuscando entre sus cosas, que él hubiese llegado justo a tiempo para detenerla, y que, además, estuviera dispuesto a guardar ese secreto que confesaba en mi declaración, me estaba volviendo loca. Y, además, debía añadirle la supuesta amenaza que podría suponer, no solo para mí, sino también para Fina, el hecho de que mi padre se enterase de lo que había sucedido entre nosotras.

Creer o no creer a mi hermano iba a ser para mí una completa tortura. Y Fina no me iba a ayudar demasiado en ese sentido.

Y no precisamente porque me lo pusiera difícil, o simplemente se empeñara en convencerme de que mi hermano me estaba manipulando. De hecho, en cuanto le conté todo, dejó de señalarlo y ponerlo en el punto de mira. Supuse que las dudas en ella también eran evidentes, y no quiso posicionarse para influirme.

Lo que sí hizo Fina fue permanecer a mi lado en todo momento. No se apartó de mí ni un segundo. Cada vez que me veía al borde del colapso, me tomaba de la mano y me hablaba con esa voz que siempre lograba calmar mis peores pensamientos. Pero, a pesar de todo, no pude evitar sentir que la estaba fallando. Sabía que no podía ser la mujer que ella merecía, no en ese momento.

La noche también nos recibió ausentes, perdidas en nuestros propios pensamientos, pero al menos estábamos en compañía. Ni Fina ni yo tuvimos ánimos para sentarnos a cenar con la familia. Simplemente dejamos que la rutina de siempre se apoderara de nosotras: ella en su habitación, yo en la mía, esperando a que todos en la casa cayeran en el sueño profundo para volver a encontrarnos.

CRUSHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora