Capítulo 16

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Capítulo 16

La colonia.

Fina Valero.

Nunca un viaje de 6 horas me resultó tan traumático como lo fue nuestro regreso a Toledo.

El martes 9 de julio, a eso de las 9 de la mañana nos despedíamos de Claudia en la estación de trenes, y emprendíamos el regreso a casa por otra ruta diferente a la que tuvimos en la ida, simplemente por disfrutar de otros paisajes. Paisajes a los que Marta no estaba acostumbrada a tomar en los coches supersónicos que según ella teníamos. Cádiz, Sevilla, Córdoba, Jaén... Cruzamos prácticamente las cuatro provincias sin que ningún contratiempo nos interrumpiera, hasta que llegamos al Parque Natural de Despeñaperros. Ahí fue donde todo se torció. Y nunca mejor dicho.

Las curvas, el desnivel por culpa de la altura, los desfiladeros y barrancos que tuvimos que atravesar antes de entrar en mi querida Castilla-La Mancha, no tardaron en pasarle factura a quien se mareaba simplemente con la velocidad.

En silencio, con el gesto serio y la palidez maquillando su rostro. Me bastó mirarla una vez más a través del espejo retrovisor para darme cuenta de que algo iba mal en ella. Y la pobrecita mía ni siquiera se atrevió a decírnoslo por no interrumpir el viaje.

Por supuesto, nos detuvimos. Hicimos la primera de las paradas justo en mitad del parque en una pequeña área de descanso donde, además de recuperar un poco la estabilidad y el malestar, pudimos descansar un poco. Sobre todo, ella y yo.

Carmen había dormido perfectamente, al igual que Claudia a pesar de las dichosas quemaduras. Pero a Marta y a mí la noche se nos hizo corta. Demasiado, de hecho.

La escapada a la playa en mitad de la madrugada y en pijama se alargó más de lo que yo llegué a pensar en un primer momento. El silencio, la brisa, la oscuridad que nos brindó la noche, y la necesidad de Marta por calmar su estado hizo que nos quedásemos allí, sentadas en la arena casi una hora más. Hablamos algo, no mucho. Permanecimos en silencio más tiempo probablemente por necesidad. Solo el impacto y el miedo, a decir verdad, que le provocó a Marta ver en el cielo una ristra de satélites cruzando el firmamento, hizo que regresáramos al piso. Ni siquiera le sirvió mi explicación. Esos puntitos como estrellas moviéndose por el espacio estaba aún fuera de lo que su mente podía soportar, y por primera vez pude ver como algo la superaba. Pero el sueño no nos llegó hasta casi rozar las primeras horas del alba. Las dos fingimos dormir por intentar que la otra descansase siendo conscientes de la intensa mañana que nos esperaba. Pero ni una ni la otra. El sueño, al menos a mí, me venció apenas una hora antes de que sonase la alarma del teléfono. A las 8 de la mañana en punto. Supe que Marta apenas durmió también un par de horas, y no solo por las terribles ojeras con las que despertó. Si no porque eso si nos lo llegó a decir.

Creí que ese era el motivo del malestar que le acusó durante el viaje. Porque tras despedirnos de Claudia, le recomendamos que se echara a dormir. Y eso hizo el efecto contrario de lo que pretendíamos.

Las siguientes horas de viaje se convirtieron en una verdadera tortura para mí. Ni las conversaciones de Carmen, ni el descanso previo en el área, ni siquiera el intento de entretenerse mirando la galería de fotos que Carmen nos había hecho con su teléfono durante esos días, ayudaron a Marta a recuperarse. De hecho, creo que la idea de mirar el teléfono empeoró aún más su estado. Y yo lo sufría con ella.

Llegamos a Toledo a eso de las cinco de la tarde. Casi dos horas más tarde de lo que debíamos tardar por las múltiples paradas que decidimos hacer. Unas ocho horas de viaje que nos cayeron encima como una loza de mármol. Bueno, al menos a Marta y a mí, porque Carmen parecía que acababa de llegar del super cuando por fin llegamos a nuestra casa.

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