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Cuando era muy niño, su abuela tenía un par de canarios que amaba con su vida. Los tenía en una pequeña jaula en la azotea y los alimentaba con semillas.

Tenía unos cinco años cuando llegaron a las manos de ella y ella se encargó de admirarlos. Todas las mañanas iba y les limpiaba, los veía coloridos y cantores, y regresaba a su vida normal.

Así fue la vida de las pequeñas aves hasta que pasó un año, y luego otro, y otro, y otro, hasta que tuvo edad suficiente de sentir una nostalgia agobiante cada que los veía. Toda su vida se basaba en vivir en una jaula de 20 centímetros cuadrados, comer, dormir, cantar y nunca poder saber que había más allá de los barrotes.

Su abuela nunca lo escuchó cuando él le comentaba sus inseguridades, alegando que ellos estaban acostumbrados a vivir así.

No le parecía justo que se tuvieran que acostumbrar a vivir en ese minúsculo espacio, entonces iba y se sentaba junto a ellas y a veces movía la jaula de lugar esperando que las nuevas visiones pudieran agregar algo nuevo a sus vidas.

Luego la tristeza fue demasiada que evitaba verlas, ellas seguían cantando al verlo, pero siempre pasaba de largo fingiendo que no estaban ahí. Y cuando cantaban despavoridas y todos bendecían poder escuchar el sonido de las aves, él lo único que hacía era esperar que murieran pronto para que fueran libres por fin.

Cuando él cumplió doce, la hembra falleció y dos semanas después, el macho se ahorcó entre los barrotes. No recuerda si antes había llorado tanto, pero estaba inconsolable y mamá solamente lo arrullaba diciendo que era la ley de la vida.

Él no quería pensar que la ley de la vida se sentía así, como una jaula. Pero cuando recarga suavemente la mejilla contra el barrote, no solo vuelve a estar en prisión, sino que es un canario amarillo dando vuelvas por alpiste.

—Joven Pedro Pablo.

Alza la mirada para notar a Humberto, el tío de Bosco, parado frente a él del otro lado de la reja. Sostiene un ramo de unas flores amarillas preciosas amarradas por un listón.

—Humbe, ¿Qué tal?

—Acá todo bien, mijo, vengo a ver a tu tía Paz.

—Creo que está en el restaurante.

Humberto lo escudriña durante unos segundos, de esa forma de la que solo un abogado sabría. Luego suaviza su rostro y le habla. —¿Qué te pasó?

—Ayer unos tipos nos golpearon a Bosco y a mí. Todo bien.

—Sí, algo de eso me platicó en la mañana. Pero, ¿por qué estás triste?

Le indica con la mirada la entrada principal, donde un enorme candado bloquea la entrada.

—A chinga, ¿y eso por qué? —Humberto inspecciona el candado detenidamente.

—Están paranoicos pensando que algo puede pasar. Yo insisto en que mi vida no se puede detener por esto y debo trabajar, entonces tomaron medidas.

—Eso suele pasar mucho con los padres, a veces el mundo exterior es tan grande que temen de uno, lo ven frágil.

—¿Te ha pasado?

—Encerrado jamás, pero si yo te contara cuantas veces mi familia no temió que no supiera cuidarme en el mundo. Nombre, y cuando decidí estudiar derecho peor. Es bien peligroso a veces por tanta amenaza y corrupción.

—¿Por? No hay con nada que te vea más que con porte de abogado.

—Pero mi familia no pensaba así. Cuando me revelé como omega ahora sí que intentaron encerrarme. Pero vi una oportunidad, Pedro Pablo, y la tomé porque el destino no es de nadie más que de uno mismo.

Y si el destino no alcanza construyo un puente (Bospa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora