Apolo

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—¡No puedo creer que otra vez olvidaste lo que te pedí! —exclamó Samantha, cruzando los brazos con frustración.

—¡Yo también tengo mil cosas en la cabeza! No es tan fácil estar pendiente de todo —respondió Félix, visiblemente molesto.

Apolo, su cachorro golden retriever, los observaba desde el otro lado de la sala con sus grandes ojos curiosos y su cola moviéndose lentamente. Su cabeza ladeada reflejaba la confusión de no entender por qué sus dueños estaban alzando la voz.

Ambos notaron la expresión de Apolo y de inmediato sintieron una punzada de culpa. El cachorro, con su pelaje dorado y esponjoso, se acercó lentamente, meneando la cola con la esperanza de aliviar la tensión con su energía juguetona.

—No quiero que él esté aquí mientras discutimos —dijo Samantha, suavizando un poco el tono.

—Tienes razón —suspiró Félix. Se agachó para acariciar a Apolo detrás de las orejas. —Vamos, mi niño, ve a la habitación por un rato.

Apolo dejó escapar un leve gemido de protesta pero obedeció, caminando hacia la habitación con la cabeza baja. Félix lo siguió y, tras guiarlo con cuidado dentro, cerró la puerta con suavidad. Desde el otro lado, podían oír cómo Apolo rascaba la puerta con sus patas, claramente inquieto por la separación.

Samantha se cruzó de brazos nuevamente, pero su tono ya no era tan duro—No deberíamos estar gritándonos así, especialmente frente a él —murmuró.

—Lo sé. No me gusta verlo tan nervioso por nuestras peleas —admitió Félix, bajando la mirada.

Después de semanas de discusiones y reproches, Samantha y Félix finalmente llegaron a una conclusión dolorosa: seis años de relación no eran suficientes para superar las diferencias que habían surgido entre ellos.

La decisión de separarse fue mutua, pero eso no hizo que fuera menos devastadora. Lo único en lo que ambos coincidieron sin reservas fue en cómo manejarían a Apolo.

—Creo que lo mejor es que compartamos la custodia —sugirió Samantha con voz temblorosa mientras acariciaba a Apolo, quien estaba echado a sus pies con la cabeza apoyada en el suelo, sintiendo la tristeza de sus dueños.

—Sí, lo sé. Apolo necesita de los dos —dijo Félix, con un nudo en la garganta. Miró al cachorro y sintió una punzada de dolor al imaginarlo en una casa sin él.

El plan era sencillo: La semana con Samantha y el fin de semana con Félix. La primera vez que Félix se llevó sus cosas y dejó la casa, Apolo no dejaba de mirar la puerta, esperando que volviera. Esa noche, el cachorro lloró, con un gemido bajo que le partió el alma a Samantha.

—Ya, Apolo... —susurró mientras lo abrazaba, pero no importaba cuánto lo consolara; Apolo extrañaba a su "papá". Cuando Félix lo visitaba o lo recogía para llevarlo a su departamento, la escena se repetía: Apolo saltaba de alegría, agitaba la cola y no dejaba de lamerle la cara, como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que lo vio.

Pero la otra cara de la moneda era igual de dura. Cuando la semana terminaba y Félix tenía que devolver a Apolo a Samantha, él también sentía el vacío al entrar a un apartamento donde ya no se escuchaban las pisadas juguetonas ni las sacudidas del pelaje dorado.

 Cuando la semana terminaba y Félix tenía que devolver a Apolo a Samantha, él también sentía el vacío al entrar a un apartamento donde ya no se escuchaban las pisadas juguetonas ni las sacudidas del pelaje dorado

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