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Emma Bennett


Lo sigo por toda la tienda, tropezando con un maniquí y casi tirando una pila de toallas en el proceso.

—Aidén, esto es una locura —le digo, medio resoplando, medio rogando.

Pero él sigue avanzando por los pasillos como un tren imparable, arrojando cada traje de baño y bikini que le agrada en la cesta que lleva en la mano.

Yo, mientras tanto, me limito a recoger los destrozos que va dejando a su paso.

En un momento, uno de los bikinis que Aiden echa a la cesta llama mi atención.

Es un conjunto de color negro, pero con un diseño que deja poco a la imaginación: el top tiene tirantes finísimos y un escote en V profundo, mientras que la parte inferior es de esas que apenas cubren, con cortes altos en las caderas y detalles dorados en los laterales. Es… bueno, llamativo.

Cojo el bikini para verlo mejor y casi me desmayo cuando miro la etiqueta del precio.

El dichoso conjunto cuesta como tres veces más que el sueldo promedio de cualquier persona con un trabajo decente.

Mis ojos se agrandan como platos.

—¡Aidén! —le llamo con un tono que deja claro que estoy a punto de perder la paciencia—. ¿Qué demonios estás haciendo? Esto es una locura. ¡Párate quieto de una vez!

Él me mira de reojo, sin siquiera dejar de examinar otro conjunto.

—Dijiste que no tenías trajes de baño —se encoge de hombros como si no acabara de soltar una bomba.

Me quedo estupefacta, sintiendo cómo la indignación burbujea dentro de mí.

—¡He dicho que no tenía trajes de baño, no que me compraras la maldita tienda entera! —respondo medio gritando, incapaz de contener mi frustración.

Aidén voltea los ojos, claramente cansado de mi protesta, y se acerca a otro bañador como si nada.

Cuando lo veo con intenciones de echarlo en la cesta, lo detengo sujetándole la mano.

—Ahí —digo señalando la cesta que ya está a rebosar—. Llevas más trajes de baño que días tiene el verano.

Él bufa, claramente resignado, y suelta el bañador, mirándome con algo que parece ser una mezcla de resignación y diversión.

—No tienes por qué ser tan amargada, ¿sabes? —dice, lanzándome una mirada que sugiere que todo esto es pura diversión para él.

Antes de que pueda contestarle, se da media vuelta y se dirige hacia la caja, pasando todos los trajes de baño como si nada.

Luego, saca su tarjeta y la desliza sin pestañear, guardándola de nuevo en su cartera con una despreocupación que me pone de los nervios.

Con casi cuatro bolsas llenas, se acerca a mí con una sonrisa autosuficiente.

—Podemos marcharnos —dice, con un tono que parece indicar que ha logrado alguna clase de victoria—. Creo que las dos del fondo se han enamorado de mí.

Suspiro pesadamente, agotada tanto física como mentalmente, y lo sigo fuera de la tienda con cara de pocos amigos.

La gente que pasa junto a nosotros nos mira como si fuéramos de otro planeta, pero no me importa.

Estoy demasiado cansada para preocuparme por lo que piensen.

Cuando llegamos a la mansión, Aidén hace una señal a algunos hombres, y estos se apresuran a bajar las bolsas mientras él entra en la casa con la misma tranquilidad que si acabara de regresar de un paseo por el parque.

Reina del caosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora