Capítulo 1 (I)

1 0 0
                                    

—Treinta y seis.

Leo echó un vistazo rápido a sus cartas, más por la expectación que por otra cosa. Luego soltó el humo y dijo con toda la calma del mundo:

—Noventa y dos.

—Qué jodida suerte —se lamentó Mel con un chasquido de lengua. Tiró las cartas sobre la mesa y descubrió sus dos reinas escondidas, pero ya era demasiado tarde para usarlas—. Tendría que haberte acorralado con el vástago. Te habrías comido dos reinas como dos soles.

—Tendrías que haberlo hecho, sí. Pero no lo hiciste. Así que dame mi pasta.

Soni se rio entre dientes y soltó también sus cartas. No tenía nada bueno, ni siquiera un miserable veinticinco; el calte no era su especialidad. Pero si el jefe ganaba, él vencía por extensión.

—Es la tercera vez que me desplumas este mes.

—Y las que te quedan —rio Leo sacudiendo la ceniza del cigarrillo—. Yo no tengo la culpa de que seas un paquete.

—¡Bah! —refunfuñó—. He perdido mucho fuelle. Cuando tenía tu edad, me ganaba un sueldo con esto.

—Cuando tenías mi edad, aún no habían inventado el calte.

Soni estalló en carcajadas. Hasta Mel sonrió con disimulo.

—Didi —llamó Leo hacia la barra, levantando su vaso—, tráeme otro, cariño. Que parece que esta noche invita la casa.

La muchacha, sonrojada como cada vez que Leo se dirigía a ella, miró a Mel. El viejo, que ya estaba recogiendo la pila de cartas, la miró a ella y se rascó preocupado su barba canosa. Después asintió con resignación.

—Sabes que César no quiere que...

—Que le jodan a César —replicó Leo, y soltó una bocanada de humo antes de apagarlo.

—Que te jodan a ti. Cada vez que sales de aquí borracho, estoy más cerca de que me corte las pelotas.

—Para lo que las usas... No sería una gran pérdida.

—¡Vete al carajo! —gruñó el viejo, levantándose de golpe, arrastrando consigo la silla—. La última copa que te sirvo esta noche. Más te vale que la paladees.

Dicho esto, rebuscó en su bolsillo trasero y sacó la cartera. Dejó caer dos billetes de cincuenta en la mesa y dio media vuelta para volver a la barra con su paso renqueante. Leo los recogió con parsimonia y le lanzó uno a Soni con un guiño de ojo. El chico se esforzaba, y había que reconocérselo; no era demasiado listo, pero tampoco hacía falta que lo fuera. Las reglas de César para los novatos eran simples: obedece. Y Soni obedecía muy bien.

Didi no tardó en llegar con el wiski. Su carita de manzana estaba ahora más roja que antes, el rubor era inversamente proporcional a la distancia que había entre ella y Leo. En otras circunstancias, ya habría flirteado con ella y se la habría llevado a la cama, al menos, un par de veces. En otras circunstancias. Leo sonrió de esa forma que provocaba que Didi bajase la mirada, y le dio las gracias; de repente se dio cuenta de que estaba girando la alianza de bodas en su dedo por debajo de la mesa. La muchacha asintió casi de forma reverencial, y marchó hacia la barra de nuevo, contoneando las caderas más de lo que era necesario para caminar. Leo suspiró. Pero no por Didi.

—Jefe —dijo Soni mirando su reloj de pulsera—, la pelea empieza en diez minutos.

—Estamos al lado, no te apures —respondió. Pero aun así, le dio un trago largo a su vaso.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora