Capítulo 9

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«Todo está bien», se había repetido Diago una y otra vez. Sus invitados se estaban retrasando, y las posibilidades que rondaban su cabeza eran casi infinitas. «No. Todo está bien».

En el silencio de su despacho, en el cuartel general, repasaba su minucioso discurso. No era tanto una cuestión de precisión explicativa, sino más bien de omisión de aquellas partes que no iban a beneficiarle. Una mala imagen, un atisbo de desconfianza, era lo último que quería inspirar.

La nueva Cámara de Comercio. El propio Conde en persona le había encargado tal hazaña. El dux confiaba en su criterio, y eso era una buena noticia.

La puerta lo sacó de sus cavilaciones. Su secretario llamó con los nudillos y esperó a que él le diera paso.

—Señor —asomó su nariz aguileña—, los señores Copel, Tamarandi y Runí están esperando en el vestíbulo.

—¿No ha venido Verdera?

—No, señor.

«Todo va bien», se repitió mentalmente.

—Que entren, Josu. Gracias.

El secretario asintió y desapareció tras la puerta. Al cabo de unos minutos, los tres hombres entraban en el despacho. Diago se levantó de su sillón de piel y los recibió con un respetuoso apretón de manos, aunque se aseguró de lucir su sonrisa más cálida y cercana mientras los saludaba uno a uno. Todos ellos eran hombres importantes en la Periferia; sin embargo, no lo eran tanto en Darma. Eso era lo que buscaba Diago: necesitaba afianzar el control económico de los territorios aledaños, y darles más participación le parecía un buen comienzo. Por eso los había elegido a ellos; por eso y porque carecían de gracias.

—Buenas noches, coronel —saludó Runí. Era un hombre grande, de facciones toscas y piel morena; aunque hubiera cambiado la ropa de jornalero por el traje de señor de negocios hacía mucho tiempo, todavía podía deducirse en su acento y en sus formas ordinarias su origen humilde—. Cualquiera diría que venimos a una partida de calte en vez de a una reunión con el alto copete de Darma —rio él solo.

—Disculpen las horas intempestivas, caballeros —respondió Diago—. Me temo que soy un hombre ocupado, y quería darle a esta reunión el tiempo que se merece. Por favor, tomen asiento.

—Se agradece la invitación —respondió el viejo Copel, el mayor de los tres, un hombre enjuto, de poblada barba plateada y ojos claros y cansados; Diago intuía que era al que más le costaría convencer. Se sacó el sombrero de ala ancha y lo apoyó sobre la mesa redonda a la que se habían sentado—. Ya era hora de que Darma nos hiciera un poco de caso.

Tamarandi rio con desgana y se acomodó en su asiento. Era el más joven con diferencia; más que Diago, incluso. La salud de Gracio Tamarandi se había deteriorado en los últimos años a causa de una enfermedad cardíaca, y era vox populi que el viejo se negaba en rotundo a recibir ayuda de sanadores lúmines. Por lo tanto, su único hijo varón, recién entrado en la veintena, había heredado el control del imperio familiar: más de cuarenta hectáreas de olivo y tres plantas de producción.

—Siento que tengan esa percepción —dijo Diago con el más cordial de sus tonos—. Creo que están al corriente de que la capital ha sufrido varios cambios convulsos en el último lustro. Por favor, permítanme ofrecerles algo de beber. ¿Un poco de zumo de tapioca, quizá?

—¿No tienes brandi? —saltó Runí.

Diago forzó una sonrisa.

—Me temo que no puedo servirles alcohol en un cuartel militar.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora