Capítulo 16 (I)

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René abrió la puerta del carro con cierta cautela.

Cuando pudo comprobar que era seguro salir, lo hizo; no antes. La última vez que había salido sin mirar, una cabra enorme de —por lo menos— doscientos kilos la esperaba a poco más de dos zancadas. Había ocurrido varias millas atrás, cierto. Y el bicho se asustó más que ella, también es verdad. Pero no quería repetir la experiencia, porque había gritado como una cría y los caballos se habían revuelto, con el cabreo de Leo que ello implicaba. Eso sí: cenaron bien esa noche con la pobre cabra, aunque René no quiso ser cómplice del asesinato.

Un atardecer rosáceo y despejado se imponía entre las montañas. El viento fresco y seco le acarició la cara y le renovó los pulmones después de haber pasado casi toda la jornada metida en aquel cubículo; casi todo el viaje, a decir verdad, y ya contaban con más de una semana de recorrido. Lo que peor llevaba era no poder afeitarse. Nunca había estado tanto tiempo sin hacerlo, aunque lo odiaba aún más que las incómodas erecciones matinales. Por fortuna, su vello facial era más bien endeble y para nada regular; aun así, le picaba y le molestaba con más frecuencia de la que estaba acostumbrada.

Sintió el crujido de los tendones, dolor y alivio a la vez, cuando se estiró y observó aquella maravilla de paisaje. Habían parado en una arboleda que se desviaba del camino, y a juzgar por los abedules que habían empezado a tomar cada vez más protagonismo, y por el frío que ya azotaba con fuerza en las noches, debían estar relativamente cerca de su destino. No es que fuera experta en flora y climatología, pero lo había leído en alguna parte: cuanto más al norte, más abedules y más frío.

El siseo de las zarzas que había junto a un grupo de árboles jóvenes le hizo ponerse alerta de inmediato; respiró tranquila, sin embargo, cuando vio a Leo acercarse. Iba subiéndose la bragueta y maldiciendo por lo bajo a las espinas que, según su retahíla, se le habían enganchado en ciertas partes. Ni siquiera la miró cuando pasó por su lado y se dirigió al portaequipajes para alcanzar una de las mochilas. Sacó el pedernal y la mecha, las cerillas y uno de los pocos cigarros que le quedaban en la pitillera, y se sentó a un par de pasos del carro, aprovechando una piedra plana para apoyar el trasero. René se acomodó como pudo frente a él, aunque guardando cierta distancia; con Leo era lo más apropiado. Aun así, a pesar de la cagada que hizo en Moscosa —y del correspondiente cabreo de él—, no la había increpado en todo el trayecto. Es más, habían cruzado apenas cuatro palabras a lo sumo. Leo no parecía un hombre de elocuente conversación, todo sea dicho, y no esperaba tal cosa; sin embargo, empezaba a echar de menos poder hablar con alguien más que con ella misma, de algo más allá que sus propios pensamientos.

—Parece que ya va quedando menos —se atrevió a decir en voz alta.

—Mm —fue todo lo que obtuvo como respuesta.

Esperó un par de minutos por si la tarea de encender el fuego le estaba ocupando todo el espacio mental en ese momento. Pero ni con esas.

Leo terminó por conseguir una lumbre decente entre la hojarasca. Luego prendió el cigarrillo, se rascó su barba rubicunda y se quedó mirando su hazaña.

—Si hay alguna forma —comenzó de nuevo con cautela— de poder recompensarte por lo que hice en Moscosa, por favor, te ruego que me lo digas. Sé que no hemos hablado mucho de ello estos días, y puede que tampoco haga falta... Pero... Bueno, yo solo quería que lo supieras.

Leo la miró entonces. Era extraño cómo se sentía ella cuando lo hacía; como si aquel hombre pudiera verla más allá de lo que estaba dispuesta a mostrar. Y le resultaba muy incómodo. Siempre había pensado que la gente sin formación académica era más bien simple; le parecía lógico pensar algo así —tampoco es que hubiera conocido a mucha gente sin estudios en su vida—. Pero Leo no tenía una mirada simple.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora