Capítulo 11 (I)

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Pedir el último wiski había sido innecesario. Pero Leo estaba hasta las pelotas de esperar allí, así que bebía para que el tiempo pasara más rápido.

Había conseguido provisiones para unos diez días; no harían tres comidas diarias, pero al menos comerían. Con esos precios no podían aspirar a nada mejor, y habría sido imposible regatear más. Moscosa no estaba preparada para recibir a tanta gente al mismo tiempo. Se notaba en su suciedad, en su algarabía, en el lodazal en el que se había convertido y en las caras de la gente local cuando miraban a los extranjeros; para algunos era un negocio, y para otros muchos, una jodienda.

El cielo en Moscosa ya se había oscurecido, y Blay llegaba casi media hora tarde. Le cabreaba esperar a la gente; era tiempo perdido, tiempo desaprovechado. Tiempo que podrían estar empleando en salir de allí. Desde la barra de aquel bar se veía la torre del reloj a través de un cristal grande y empañado; Leo empezaba a pensar que el muy cabrón se había ido con la pasta. Era una opción que tenía prevista; él en su lugar lo habría hecho, y no lo hizo porque su conciencia ya llevaba exceso de tara. Porque ese guapito de cara no tenía ni media hostia. Si había decidido ir por su cuenta, no le daba ni un día. Se lo comerían vivo.

Leo se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó su pitillera. Era el único capricho que se había permitido. Bueno, eso y las tres copas que acababa de beberse; serían las últimas hasta a saber cuándo. Le pidió fuego al barman y aspiró una calada no muy larga, por si acaso. Tosió y se le salió el humo por la nariz. Aún no se había recuperado del todo, aunque el costado ya solo le dolía cuando apretaba para mear; de los cortes en la cara y la luxación del hombro ya no quedaba ni rastro.

Era una suerte que su cuerpo recibiera tan bien los golpes; Aura estaba convencida de que era algo que heredó de su madre, de alguna forma, aunque no tenía muy claro cómo. Decía que nunca había oído hablar de carne que se regenerara sola ni de piel que cicatrizara a esa velocidad; los sanadores podían hacerlo, pero no a sí mismos. Ella tenía la teoría de que esa autosanación estaba relacionada directamente con su incapacidad para mudar la piel. Los cambiapieles no se consideraban como tales hasta que no hacían su primera muda. Por lo tanto, él permanecía en una especie de limbo, un vacío legal que lo situaba en una posición delicada al ser el único hijo del líder de un clan de cambiapieles. Hacía tiempo que esa cuestión no le preocupaba; no como solía hacerlo. Aura le enseñó a apreciar la ventaja donde él solo veía disfunción.

Blay apareció por la esquina de la torre del reloj. Leo pisó la colilla y dejó un par de monedas en la barra para pagar la última copa. No le gustaba tirar un cigarro a medias, pero tenía que decirle cuatro palabras a ese imbécil que le estaba haciendo perder el tiempo.

—¿Dónde coño estabas?

—P-perdón —respondió jadeando—. Ha sido... compli...cado. Mucha gente... Yo...

—Enséñame qué has traído.

Blay estaba doblado por la mitad y se apoyaba en las rodillas mientras hiperventilaba; tenía la cara roja como el licor de Ivni y la frente perlada de sudor. A sus pies descansaba una mochila de tela de saco; Leo la abrió y miró por encima; solo vio uno de los sacos de dormir, la cantimplora y la brújula.

—¿Y el resto?

—Verás, ha habido un ligero contratiempo... —Blay se enderezó recomponiéndose, y mostró las palmas de las manos.

—¿Por qué no está todo? —se pegó a él en dos zancadas.

Blay dio un par de pasos atrás.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora