Capítulo 6

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—Coronel Ferva, enhorabuena por su ascenso.

Diago Ferva sonrió con decoro y apretó la mano que le tendían.

—Gracias, señor Casavares. Es muy amable por su parte.

—Siempre he dicho —añadió el intendente Sonjal— que la sangre nueva es imprescindible en ciertas instituciones para su buen funcionamiento. —Interceptó casi al vuelo una copa de vino dulce que pasaba en ese momento a su lado; el camarero hizo la reverencia pertinente casi al tempo del cuarteto de cuerda que sonaba al fondo, y ofreció la bandeja al resto. Diago fue el único que lo rechazó—. Y la Guardia es una de ellas, sin duda.

—No podría estar más de acuerdo —dijo el señor Marcús por debajo de su grueso bigote, y después dio un sorbo ruidoso que a Diago le hizo apretar los dientes—. Sobre todo con jóvenes del talento y la talla del coronel Ferva. ¿Verdad, coronel?

La mano regordeta que Marcús apoyó sobre la hombrera de su uniforme estuvo fuera de lugar, pero aun así Diago se obligó a sonreír de nuevo ante aquel cumplido insulso y fácil.

—Me halagan, caballeros. No se me ocurriría mejor compañía en este momento para un joven prometedor como yo, pero joven al fin y al cabo, que la presencia de figuras tan venerables como ustedes. Les aseguro que haré todo lo posible por empaparme de su vasta experiencia para hacer honor a mi cargo.

—Encantador —se carcajeó con placidez el intendente. —Absolutamente encantador.

Las facciones de aquel hombre entrado en sus sesenta, con la cara alargada, los ojos pequeños y estrábicos, y esa boca por la que asomaban unos incisivos desproporcionados, le recordaban a Diago a las ratas que cazaba de niño con sus hermanos; las que campaban a sus anchas en la granja de su padre cada época húmeda. A decir verdad, todos ellos no le parecían más que un puñado de roedores escondidos tras el brillo del oro de sus joyas y sus bolsillos. Una plaga que era preciso exterminar, en resumidas cuentas.

—Encantada debe de estar su señora, coronel —dijo Casavares, mirándolo por encima de sus lentes al tiempo que se inclinaba hacia él para adoptar un tono confidente—. Dígame, ¿tiene hijos?

—Siento decepcionarle, señor, pero soy soltero.

—Oh, vaya. Sorprendente. —«Sí, por supuesto», pensó Diago, «qué sorprendido te veo...»—. Pero he de admitir que es una grata noticia —siguió Casavares—, pues mi sobrina Cirnelia se encuentra a la espera de un muchacho con talento y posición que sea apropiado para convertirse en su marido. ¿No es una maravillosa coincidencia?

«Prodigiosa. Sobre todo teniendo en cuenta que dicha muchachita proviene de una familia que defrauda casi un 45% de la facturación anual de su imperio de exportación, el cual no seguiría en pie sin la renovación por sexenios de la licencia estatal. Qué útil le sería a tu hermano un yerno con potestad para continuar permitiéndolo. Vaya, Casafraudes, acabamos de añadir el delito de cohecho a tu sentencia de muerte».

—Por supuesto que lo es —respondió, sin embargo—. Y aprecio de veras que haya pensado en mí; pero debo decirle que no sería ni por mucho el marido que su sobrina se merece. Me temo que el cargo que ocupo requiere, al menos por el momento, toda mi atención —y aprovechó la pausa para emitir un suspiro que aportara la pincelada sutil y precisa de aflicción—. La familia tendrá que esperar.

—Una pena —se lamentó el burgués—, una verdadera pena. Es un buen partido, coronel. Sin embargo, aplaudo su sentido del deber. Esta gran nación necesita más hombres como usted.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora