Capítulo 8 (II)

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«Barbería» rezaba el cartel, pero si a Leo le hubiesen dicho que era un matadero, también se lo habría creído. De todas formas, no tenía muchas más opciones.

La campana de la puerta, que sonaba más bien a cencerro, lo delató. Aunque no sirvió de mucho, porque nadie se giró. El sitio era del tamaño de una habitación pequeña; solo contaba con una pila, un espejo salpicado y una silla de barbero. Las paredes estaban caladas por las humedades y tenían manchas que no invitaban a acercarse. Olía a jabón barato y a sudor.

El barbero, un hombre enjuto de coronilla despejada, siguió recortando los pelillos de la nuca al cliente que atendía, a pesar de que Leo ya se había acercado lo suficiente como para llamar su atención.

—Buenas tardes —dijo en un mosqueño bastante conseguido.

—Buenas tardes, señor —respondió el barbero sin mirarlo—. Camile, ya está usted listo. —Retiró la capa y le dio un toquecito en el hombro—. Serán once.

—¿Once? —se giró el aludido—. Corte y barba eran ocho.

—Eso era el mes pasado. Los precios no paran de subir, y yo tengo que adaptarme al mercado, como todo hijo de vecino.

El cliente se levantó enfurruñado y buscó en su bolsillo.

—Pues haberlo dicho antes, hombre, y me habría ahorrado el viaje... Más me da a mí esperarme y que me lo corte la Feli, que encima tiene maña... Si es que me lo dice ella, que eres un cabezón, Cami, que te puede la terquería, que no te... —y salió por la puerta, dejando sonar el cencerro en lugar de su retahíla.

El barbero por fin lo miró. Retiró los pelos del asiento con una brocha gorda y le hizo una seña.

—Siéntese, por favor.

Leo se desabrochó la cazadora y la colocó en un perchero medio ringado que encontró cerca.

Cuando se miró en el espejo, no pudo evitar ver a César. Y eso no le gustó una mierda. La melena le llegaba ya por los hombros, y además tenía la cabeza llena de remolinos, así que empezaba a ser complicado dejarla en condiciones. Se miró la barba, esa maraña descuidada y rojiza que le hacía parecer un indígena de los del otro lado del océano. Había pasado ya algún tiempo desde la última vez que se dejó cortar el pelo; era Aura quien solía hacerlo.

—¿Qué va a querer? —preguntó el barbero, colocándole ya la capa alrededor del cuello.

—Afeitado.

—¿Completo?

—Sí. Completo.

—¿Y corte querrá?

—También.

—¿Cómo lo quiere?

Leo echó un vistazo a la pared mohosa de enfrente, decorada con un par de fotografías de modelos luciendo sus peinados.

—Así —señaló al que llevaba el pelo más corto, con la nuca y las patillas despejadas pero dejando el volumen en el medio.

—Buena elección. Relájese, nos llevará un rato deshacernos de... —y cogió un mechón pringoso entre los dedos— esto.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora